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Murió Raúl Barboza, el acordeonista que no reconocía fronteras

Notable compositor e intérprete, era hijo de correntinos, nació en Buenos Aires, obtuvo reconocimiento en París y enriqueció con su obra la tradición chamamecera.

Tal como le pasó a muchos otros, Raúl Barboza tuvo que destacarse en París para que lo reconocieran en Buenos Aires. Pero ese doble espaldarazo de prestigio no fue suficiente para que lo admitieran en el panteón correntino, más exigente con la presunta pureza de su chamamé. Barboza llevaba con dignidad el reconocimiento crítico y la indiferencia popular que despertaba su arte. Era, más allá de reticencias y fundamentalismos ajenos, un embajador itinerante de la música litoraleña y en cada viaje, en cada disco, en cada show, desperdigaba jirones de su inmensa cultura ancestral. Se murió ayer, a los 87 años, en el Barrio Latino de París donde vivía desde la década del 80. 

Barboza transmitía a través de su música un saber que lo excedía. Las notas que salían de su acordeón trasladaban su olor a tierra a composiciones sofisticadas, que se nutrían de las más diversas tradiciones musicales. Lo suyo era un chamamé cosmopolita pero no desarraigado: expresaba modernidad sin despojarse de la nostalgia. 

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El origen y las circunstancias fueron moldeando al hombre y su música. Nació en Buenos Aires pero hijo de migrantes que habían llegado de Curuzú Cuatiá. De chico soñaba con ser bandoneonista, pero se conformó con el acordeón, más precisamente, la «verdulera», porque era más barato. Cuando le exprimió todos los sonidos posibles a ese primer instrumento le consiguieron un acordeón cromático y ya no hubo vuelta atrás. 

Mejor dicho, a partir de entonces Barboza estuvo toda su vida yendo y viniendo. Integró diversos grupos durante su juventud, acompañó a otros artistas por el mundo y llegó a participar de la primera version de la Misa Criolla de Ariel Ramírez, pero su estilo como intérprete y compositor no era convocante en los innumerables bailes de la comunidad correntina en Buenos Aires y el Conurbano. Prefirió trabajar como taxista antes que resignar creatividad para adaptarse al mercado musical. 

Un viaje a Francia cuando ya tenía 50 años cambió su destino. Allá pasó hambre al principio y tocó en trenes, en plazas y en el metro, pero Astor Piazzolla, que algo sabía de músicos incomprendidos, lo llevó al mítico Trottoirs de Buenos Aires. Debió imponerse a una doble paradoja, ante un público sensible a las etiquetas: era argentino pero no tocaba tango. No era francés y ejecutaba el acordeón. Los franceses, ignorantes del desprecio clasista que sufría el género en Buenos Aires, adoptaron el chamamé de Barboza como lo que era, sin vueltas ni prejuicios: una música exquisita, mestiza y absorbente.    

Un nuevo mundo se le abrió, siempre más cerca del prestigio que del éxito económico. Peter Gabriel lo convocó para participar de dos festivales Womad. Tocó al lado de Cesaria Evora, BB King y Paco de Lucía, entre muchos otros. Lo premiaron. Llegaron entonces las invitaciones para presentarse nuevamente en la Argentina, que aceptó con humildad y sin rencores. Cierto snobismo porteño favoreció que aquí se lo recibiera -ahora sí- con los brazos abiertos. Había triunfado en Francia. Le dieron el Konex. Todos querían tocar con él.

Ahora que se murió, solo queda el recurso de seguir escuchándolo, o de empezar a hacerlo. En la era de Spotify todo es más sencillo. Aún sus mejores discos y canciones apenas tienen unos pocos miles de reproducciones pero seguramente en los próximos días, meses, años, los números irán subiendo de a poco, sin grandes saltos. Desde estas líneas se recomienda un puñado de álbumes que conmovían ayer y conmoverán mañana, más allá del sacudón emotivo por la noticia de su muerte: La tierra sin mal (1994), Dos orillas (2007), Chamamémusette (2014), Pájaro Chogüí (2000, con Juanjo Domínguez). Pero acaso lo mejor sea escucharlo modo random, para dejarse llevar por una música que seguirá fluyendo, siempre libre, como esos ríos que llevaban a Barboza de aquí para allá.   

Fuente: Pagina12

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