«Amanuenses»: los rituales de la máquina humana

Comedia física, oscila entre la parodia hilarante y el absurdo kafkiano. En la obra todo se cuenta con sonidos, gestos y movimientos.
Los amanuenses se ocupaban de reproducir libros y documentos a mano durante el Medioevo. Hoy se puede imaginar una escritura muy precisa y, a la vez, tediosa. No había fotocopiadoras ni impresoras así que el trabajo quedaba a cargo de humanos. La etimología de la palabra proviene del latín servus a manu, es decir, «esclavos de la mano». Por aquella época era común que ese rol fuese cubierto por esclavos, algo que se sostuvo hasta el siglo XVII, cuando comenzó a definirse una profesión en torno a esas labores. La nueva creación de la bailarina, directora y coreógrafa Constanza Feldman orbita alrededor de esa figura. Amanuenses es una comedia física que oscila entre la parodia hilarante y el absurdo kafkiano.
Sobre el amplio escenario de Guevara se recrea lo que todos podrían identificar como un día de oficina con sus dinámicas predecibles. En la escenografía planteada por Ariel Vaccaro hay un escritorio, un perchero, un par de cajones de madera que ofrecen varias sorpresas a lo largo de la hora de función y un teclado con sintetizadores a cargo de las talentosas manos de Pablo Viotti, quien compuso la música y la ejecuta en vivo. Él es una pieza fundamental en la creación de Feldman porque genera los climas sonoros que habilitan la acción, sostiene el ritmo (siempre esencial pero mucho más en el teatro físico) y permite los cambios de tono, porque en Amanuenses hay segmentos de pura comedia y otros ligados al absurdo, algunos más abstractos y otros más narrativos. Sin embargo, no hay una sola línea de texto y eso es lo más atractivo: todo se cuenta con sonidos, gestos y movimientos.
Los intérpretes que configuran ese engranaje son Martín Bertani, Juan Jiménez, Emmanuel Palavecino y la propia Feldman. Los cuatro despliegan toda su destreza y ductilidad en los movimientos que retratan los rituales burocráticos. No se sabe muy bien a qué rama productiva pertenece esa oficina ni qué contienen los documentos que manipulan de acá para allá, pero por los trajes que usan los oficinistas (el logrado vestuario estuvo a cargo de Estefanía Bonessa) y los objetos que hay sobre el escritorio puede presumirse que la acción transcurre en el siglo XX.
La obra se define como una «comedia física disparatada» pero también como «una declaración de amor a la materialidad de una época cuyos vestigios tienden a desaparecer». El mundo que retrata Feldman ciertamente está en peligro de extinción con la automatización de muchas labores que antes eran manuales y la modalidad del home-office que terminó de instalarse en pandemia. Ese es un elemento que la puesta no subraya pero que inevitablemente aparece en el encuentro con lo anacrónico.
El espectáculo se estructura a partir de los momentos de una jornada laboral: los compañeros se saludan, cuelgan sus saquitos en el perchero y se ubican en un lugar específico de esa cadena de montaje; mueven el coloso escritorio hasta ubicarse justo debajo de las luces diseñadas por Matías Sendón. Ese movimiento podría compararse al acto de hacer zoom sobre esos cuerpos o ubicarlos debajo de un microscopio, y basta detenerse en algo con suficiente tiempo y atención para descubrir el absurdo. En algún momento esas acciones repetidas hasta el cansancio dejan de tener sentido. Los oficinistas escriben, firman, sellan, abrochan y organizan papeles con un ritmo frenético que se parece mucho al de una máquina a punto de salirse de control. Y, efectivamente, esa máquina aparentemente perfecta se rompe. Al romperse, el espectador accede al engranaje averiado, a los cables quemados, al esqueleto deshecho.
Los personajes tienen mucho de autómatas y, aunque jamás pierden la gracia, es una gracia distante que permite observar la sátira e identificarse. Pero la falla les permite hallar una salida creativa, entonces los ademanes y gestos que tenían un sentido único empiezan a poetizarse y adquieren nuevos significados, habilitan nuevas posibilidades. Allí emergen el baile, los cuadros musicales, las secuencias que remiten a la comicidad de Charles Chaplin o Buster Keaton, las coreos como una respiración en medio de esas estructuras inmutables.
También se recrea de forma hilarante la hora del almuerzo con la apertura de tuppers y la ingesta mecánica de alimentos, el break con puchito en el pasillo en el cual se excluye a la única mujer del equipo, una situación incómoda de manos indebidas, el momento de la limpieza para barrer el desastre y una extraordinaria escena final que apuesta a la ciencia ficción, el gore y la fantasía para narrar cómo la máquina termina devorando sus partes humanas. La jornada laboral se enrarece cada vez más, pero estos Bartlebys jamás se rebelan. Por el contrario, se aferran a la pulsión maquínica hasta que no queda casi nada de ellos. Una reflexión divertida y plástica sobre el trabajo, la automatización de los seres humanos y el vínculo con la materialidad en tiempos en los que parece que lo virtual ganó el round. Sin embargo, habría que preguntarse: ¿puede una máquina crear una obra así o ejecutar movimientos con la gracia de estos intérpretes?
Amanuenses: 8
Idea y dirección: Constanza Feldman
Intérpretes: Martín Bertani, Constanza Feldman, Juan Jimenez, Emmanuel Palavecino
Vestuario: Estefanía Bonessa
Escenografía: Ariel Vaccaro
Iluminación: Matías Sendón
Funciones: domingos a las 20 en Galpón de Guevara (Guevara 326). Localidades por Alternativa Teatral.