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Beatriz Sarlo: Memorias de una intelectual incómoda

En su último libro, que terminó poco antes de morir, Beatriz Sarlo despliega personajes y episodios de su vida para «conocer algo más» acerca de su formación. Dos figuras significativas la marcaron: su padre, un furibundo antiperonista, y su tío materno, un peronista que militó en Forja.

Ambivalencias y mezclas arbitrarias e incomprensibles horadan el trayecto intelectual de Beatriz Sarlo: fue simpatizante del peronismo a fines de los sesenta, marxista leninista prochina en la misma década y se definía, meses antes de su muerte el 17 de diciembre del 2024, como “una socialdemócrata sin partido”, sin un espacio donde se sintiera “en aguas familiares”. En las primeras páginas de sus memorias póstumas, No entender, aclara que no va a contar la historia de su relación con la política. “Habría resultado bastante sencillo ser una intelectual que adhiriera al kirchnerismo y usar todo lo que ya había aprendido, escrito y leído sobre las capacidades autotransformadoras del peronismo para ocupar un lugar que, en el ciclo de presidencias kirchneristas, era cómodo y conveniente. En cambio, me convertí en la distinguida y odiada opositora”. 

Sarlo muestra en este libro que no quiere echar más leña al fuego. Prefiere no repetir ideas de libros anteriores o que han aparecido en centenares de notas y entrevistas. Sarlo no se mide con los fantasmas del pasado. Ella, como lo hizo hasta el final, busca “conocer algo” más sobre esa voracidad cultural sin límites que la llevó a transformarse en una de las ensayistas más polémicas y singulares de la Argentina.

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Como declara de entrada sus objeciones al sentimentalismo “barato”, las efusiones subjetivas y la nostalgia nebulosa, Sarlo elige un estilo en donde combina la profunda desconfianza por el género de las “memorias” intelectuales y mucha cautela a la hora de utilizar la primera persona (se pregunta, como lo ha hecho en otras oportunidades, pero acá sin temor a la reiteración, “¿quién soy yo para decir ‘yo’?”) con una dureza narrativa, que es a la vez nítida y muy corrosiva. 

 Los personajes y episodios que despliega le permiten aportar ese “conocer algo más” acerca de su formación intelectual. Al volver sobre su infancia, una niña que fue educada en el Belgrano Girl’s School, contrasta dos de las figuras más significativas: su padre, el juez Saúl Sarlo Sabajanes, un furibundo antiperonista que repetía “nos gobierna una bataclana”, casi todos los días, hasta que murió Eva Perón. En ese clima de odio cultural se movían los niños y niñas de las clases medias a comienzos de los años cincuenta, “como fantasmitas inconscientes”. Y el tío materno, Jorge del Río, que militó en Forja, a quien la adolescente de 15 años le comunicó que pensaba hacerse peronista. “Te va a costar bastante”, le respondió el tío peronista y la invitó después a repartir volantes del Movimiento en Defensa del Petróleo, contrario a las políticas de Frondizi. Ese primer acto callejero fue decisivo. De ahí en más, lo afirma Sarlo, quiso seguir en la calle para siempre.

Autocrítica, rigurosa, implacable consigo misma y su biografía familiar, escribe contra lo que escuchó que decían sus maestras sobre ella, una queja con una interrogación que Sarlo confesaba que se repetía en el mismo presente en que estaba escribiendo: “¿quién se cree que es?” En una de las pocas ocasiones en que su madre fue a hablar con las autoridades escolares, escuchó algo que luego se lo dijo hasta que cumplió los 17 años y se fue de la casa: “Hay que bajarle el copete poniéndola a lavar pisos”

Sarlo reconoce que es posible que ella sea lo que quiso su padre, pero modelada en una sustancia diferente. A ese hombre que le enseñó a armarle los cigarrillos le habría gustado saber que “nadie, nunca, me dio la extensión de la tarjeta de crédito”, un hecho que para Sarlo resume su independencia, pero también su falta de compromiso. “Puedo agradecer muchas cosas, menos la asistencia económica. Como diría Perón: independencia económica y soberanía política”, ironiza la autora de Una modernidad periférica, y admite que de la sustancia paterna conserva la “apología del optimismo”: siempre hay que mirar para arriba y para adelante; una máxima que dejó huella y que le impresiona porque ese padre era “un borracho inclaudicable” y no tenía ningún tiempo por venir. “Alguien que me conoce bien suele decirme en broma: padre borracho, madre idiota, hija impostora”, revela la profesora universitaria que enseñó a leer literatura a varias generaciones de escritores y críticos que pasaron por sus clases en la Universidad de Buenos Aires.

Para Beatriz Ercilia Sarlo Sajanes –nacida el 29 de marzo de 1942– la cultura se convirtió en su primer mandamiento: amarás los libros por sobre todas las cosas. Organizada en cinco partes, en No entender la creadora y directora de la revista Punto de Vista, un ámbito de discusión intelectual que apareció en 1978 y se extendió hasta el 2008, postula que “no entender es la promesa de la literatura y del arte” y que la historia de la lectura a lo largo de los últimos dos siglos es una historia de promesas. “Del no entender al entender solo se necesita tiempo. Pero, en el presente del no entender, ese tiempo se le niega al que no entiende -explica la ensayista y escritora-. Por eso, la historia de la modernidad es también un pasaje del no entender al entender; así lo certifican las exposiciones del viejo vanguardismo abstruso transmutado en objeto de museo (o de recreación museográfica) cuando se trata de revivir viejas performances o instalaciones”.

En el repaso de las figuras intelectuales que la marcaron aparecen el “filósofo sin obra” Héctor Raurich, el historiador Tulio Halperin Donghi, el escritor David Viñas y dos profesores que le abrieron los ojos: Jaime Rest y Hugo Cowes. Por supuesto, no podía faltar Roland Barthes, de quien se hizo fanática. También fue fundamental el encuentro con la crítica literaria y profesora Susana Zanetti, a quien conoció a finales de los años sesenta en Eudeba. 

Su modelo de “mujer dandy” fue la poeta Juana Bignozzi, una maestra de la ironía agresiva y sentimental. Sarlo confiesa que nunca se sintió internacional y que en 1966, después del golpe de Onganía, Alfredo Roggiano, entonces director de la Revista Iberoamericana, la invitó a la Universidad de Pittsburgh. Pero rechazó la invitación y para ella fue un acierto porque no quería ser “la latinoamericana que hace carrera en el Norte”, una referencia implícita a Josefina Ludmer, que fue profesora en la Universidad de Princeton, Harvard y Berkeley.

La intelectual va el grano de lo que ella misma fraguó. “Construyo frases agresivas incluso cuando estoy elogiando -plantea-. Alguien siempre debe quedar herido en alguna parte, aunque todo transcurra en la animada paz de un diálogo y no de un debate donde se gana o se pierde”. Sabía (y lo suscribe) que el elogio, la alabanza, aunque no sean desmesurados, pueden sonar dudosos, interesados, erróneos. En sus memorias póstumas reivindica una forma de interlocución incómoda, meticulosa y sincera, una identidad intelectual que tanto le costó construir y que le generó admiración y respeto así como rechazos y cuestionamientos. Aunque lo hayan intentando en su familia, en la escuela, en otros sitios, a Sarlo nunca pudieran “bajarle el copete”.  

Fuente: Pagina12

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