Federico León: la transformación y el autoconocimiento

La obra aborda el tema de los talleres de teatro. «No diría que son clases de actuación, sino trabajos grupales en los que cada uno está trabajando algo de sí mismo», señala.
Dar clases es, para el reconocido director Federico León, «una práctica fundamental, mucho más que ensayar y hacer una obra». Otra definición: el espacio en que «más libertad» siente. Esta preponderancia que la actividad fue adquiriendo en su vida -tras desarrollarla por más de dos décadas- la convirtió en el tema de su último estreno, El trabajo. El y otros dos actores –Santiago Gobernori y Beatriz Rajland– conforman en la ficción un grupo en el que cada uno experimenta una búsqueda y se enfrenta a sus propios límites y zonas de confort. «Cada uno en su vida está con determinados temas, intentando trabajarlos», expresa el autor.
En los seminarios que brinda en Zelaya, en la misma sala donde el espectáculo ocurre, no suceden los acontecimientos comunes de las clases de la disciplina. No se hacen escenas ni muestras de fin de año. «El foco está puesto en cómo funciona cada uno de los integrantes dentro de un proceso de creación. La idea es volver cada vez más conciente la forma particular de funcionar que cada uno tiene dentro de este proceso», explica León. Con ejercicios de improvisación que parten de distintas premisas, y una segunda etapa vinculada a los sueños, se trabaja sobre cómo cada participante se relaciona «con la actuación, con uno mientras está actuando, con los demás, las premisas, la reflexión sobre el proceso».
«No diría que son clases de actuación, sino trabajos grupales en los que cada uno está trabajando algo de sí mismo», sintetiza el actor en la entrevista con Página/12. Ese camino de «autoconocimiento y transformación» es el que El trabajo refleja de la mano de tres personajes, Matías (Gobernori), Marian (León) y Dina (Rajland, con 87 años y una interpretación notable). A través de distintas pruebas ellos deben escarbar en sí mismos para correrse de sus propias y molestas tendencias: los juegos de palabras, el terror psicológico y la autocelebración, respectivamente. «La obra es muy física. Casi no hay escenografía. Quería volver a un teatro más de la época de Cachetazo de campo (1997), de los cuerpos y los actores», dice León.
Aunque parece haber sido elaborado desde la dramaturgia de los actores, el texto fue escrito por León -autor de obras como El adolescente, Las multitudes y Las ideas- en 2020. La ensayó por dos meses con otros intérpretes. La retomó hace dos años. El trabajo es el sexto estreno del club de artes escénicas Paraíso. En ese marco, hará funciones el 14, 15, 20, 21, 22, 27, 28 y 29 de junio a las 20. En julio continuará los viernes y sábados a las 20, siempre en Zelaya (Zelaya 3134).
-¿Cómo se te ocurrió hacer una obra sobre lo que sucede en los talleres?
-Hace muchos años que veo que en los talleres aparecen materiales, discusiones, preguntas… muchas veces en una obra uno está más enfocado en llegar al final del proceso, en mostrarla. Me interesa mucho el proceso y un taller es puro proceso. Sentía que muchas de esas discusiones o investigaciones eran interesantes como material de una obra, que también incluye mucho imaginario de cuando tomé clases. Mi personaje refleja a mis maestros. Hay un tono de humor en relación a esa idea más vieja escuela; la forma mucho más brutal, dura, de decirles las cosas a los otros o de buscar experimentar de una manera muy radical también. Tengo muchos recuerdos de cuando empecé a estudiar teatro a los 15, 16 años –N. de R.: sus principales maestros fueron Norman Briski y Ricardo Bartis-, de mucha exposición y de lastimarme bastante cuando actuaba. Lo asocio a mi hijo, de cuatro años: ciertos juegos, investigaciones, búsquedas terminan en lastimaduras. Los talleres que doy fueron transformándose mucho. En la obra el grupo se somete o entrega a una dinámica de modificar patrones de conducta, de intentar ir en contra de la propia tendencia, ser otros por fuera de su automatismo, su circuito conocido.
-Hablaste del humor. ¿Hay cierta burla a los clichés de las clases de teatro?
-Sí, está presente eso. Al mismo tiempo son cosas que me interesan del arte. La idea de que no todo lo que uno ve es lo que existe; poder hacer cosas para uno en principio y después seguramente eso el público lo va a ver. En los talleres trabajo mucho eso: cortar el lazo con la mirada. Uno es un ser social y se muestra de determinada manera. ¿Qué pasa si corto esa conciencia de cómo tengo que estar para ser mirado? ¿Qué se activa en mí cuando me expongo? Es mucho trabajo de autoobservarse. Sin juzgar y sin modificar, en principio. Siempre doy el ejemplo de cuando uno participa en una clase de yoga y le piden que observe su respiración. En el momento en que observás tu respiración la empezás a exagerar, a inhalar más fuerte. La idea sería observar cómo soy o qué se activa en mí o qué aparece, sin modificarlo.
-¿Cómo le escapaste a que El trabajo sea una obra de nicho?
-Siento que los talleres que doy ya no son de teatro. Es un trabajo de elongar actitudes. Un trabajo con seres humanos que tienen una idiosincrasia, una forma de ser, de funcionar y es como intentar probar que por un momento esa psiquis y ese cuerpo funcionen de otra manera. Uno es muy editor permanentemente de uno mismo. Edita lo que quiere o le conviene mostrar. Me interesa el material en bruto; que uno en un taller pueda ofrecerse completo, con luces y sombras. Va más allá del teatro. La palabra transformación es clave. Es increíble: veo cuerpos o voces que de repente no puedo creer adónde llegan. En el momento de mucha exposición aparecen partes de uno que uno no sabe que tiene. La vulnerabilidad, la sensibilidad, el no saber, el no entender… La idea de las clases, y de la obra, es poner en escena todas las partes de uno. No lo que elijo mostrar, sino lo que aparece a pesar mío, lo que no entiendo, lo que no me gusta, incluso estéticamente. Hace dos años tuve un alumno que era policía de investigaciones. Todo eso generó un gran prejuicio primero. Había estado, no te digo desnudo, pero había amamantado, había hecho de mamá, cosas increíbles… y era policía. Me interesa mucho trabajar entre personas muy distintas entre sí. Ahí aparece la humanidad. Y todas esas aparentes diferencias están en uno: uno las tiene todas. Como en las clases, la obra trabaja con el presente de la pregunta. Nos entregamos a una investigación que no sabemos hacia dónde nos va a llevar. El espectador participa de eso. Ve en tiempo real, en vivo, una búsqueda.
-¿Qué significa el club Paraíso para vos, en este contexto?
-Sus actores, productores fueron parte de la producción de la obra, y están muy preocupados en dar cuenta de los procesos de creación, en armar una comunidad que comparte obras y procesos. Son un montón los directores que lo armaron y me sorprende eso. Para mí no es tan fácil ponerse de acuerdo en un proyecto en el cual, además, están al servicio. La otra vez lo veía a Ariel Farace en Zelaya ayudando con cosas. Es alguien que escribe, dirige, actúa y de repente está al servicio de otro proyecto. Me parece muy espectacular eso, estimulante. Me gusta la gente que forma parte de Paraíso, sus trabajos, sus obras. Siento que formo parte de esta comunidad.