Winona Riders, riesgo sonoro y un relato coherente
En su tercer álbum, el quinteto se mete con la música electrónica, aunque también ahonda en la exploración del sonido de sus guitarras garageras.
A exactamente un año de su primer recital en el Teatro Flores, Winona Riders regresó este sábado a la noche a la misma sala. En algo coincidieron ambos shows: le sirvieron a la banda para cerrar el año. Sin embargo, si en aquel entonces se consagraron como «la nueva gran banda del rock argentino”, esta vez se subieron al escenario para demostrar que lo conseguido en 2023 se mantiene vigente y que además tienen capacidad de reinvención. La fecha, de dos horas y medias de duración, funcionó asimismo para presentar formalmente su más reciente álbum de estudio, No hagas que me arrepienta, en el que el quinteto se mete con la música electrónica. Aunque también ahonda en la exploración del sonido de sus guitarras, por lo que sus flamantes canciones suenan aún más garageras que las concebidas en sus dos anteriores álbumes.
Sólo pasó un año entre la salida de su trabajo anterior, El sonido del éxtasis, y su tercer disco, lo que evidencia que el grupo no pierde tiempo ni tampoco inspiración. Pese a que podría haberse aburguesado con una fórmula estética que captó la atención de la escena musical nacional en los últimos dos años, los liderados por el cantante y guitarrista Ariel Mirabal Nigrelli y el también violero y ocasionalmente vocalista Ricky Morales redoblaron la apuesta con una retórica que se tornó en identikit de Babasónicos y por la que se pasearon otros artistas del mainstream, como Catupecu Machu. Lo que hicieron los Winona en esta oportunidad es tan honesto y valiente que su condición orgánica habla por sí sola, al punto de que muchas de esas canciones respiran una contemporaneidad que está a pocos metros de la vanguardia.
Luego de su aparición, el pasado 15 de noviembre, No hagas que me arrepienta generó dudas dentro de los seguidores más fundamentalistas de la banda de la Zona Oeste del Gran Buenos Aires. Si durante su irrupción en el under local su propuesta fue comparada con la de los estadounidenses The Brian Jonestown Massacre, por esa conjunción de pericia narcótica, cuelgue sonoro, vuelo ruidista y visceralidad rockera, esta encarnación los encuentra más próximos al riesgo dialéctico de la agrupación escocesa Primal Scream, que en cada repertorio nuevo que presenta demuestra que el cielo es el límite. De paso, hacen de esa situación una experiencia entretenida y trascendental, y lo más importante es que sostienen un relato coherente, al menos con respecto a lo hecho anteriormente.
Más allá de los símiles, Winona no es una banda cipaya. Suena bien argentina, porque si hay una cualidad que la caracteriza, aparte del riesgo, es su arte en la traducción y su sensibilidad para la sofisticación. En ese sentido, evoca a otros predecesores paridos igualmente en el conurbano bonaerense, del calibre de Mueran Humanos o Copiloto Pilato, que pusieron su grano de arena al lenguaje universal del rock salido del estándar. Al mismo tiempo, ese desenvolvimiento que distingue al quinteto, siempre en constante construcción, lo pone en sintonía con un discurso generacional a medio camino de lo milénico y lo centennial. Es por eso que sus letras atraviesan fronteras, porque tocan la fibra de una progenie (o un cruce de varias) híper conectada.
Así como su existencia responde a una época, sus canciones se dedican a ilustrar la vida en la Argentina y la vida de la Argentina, aparte en uno de sus periodos más oscuros. Por eso no es fortuito que uno de los temas insignias de su tercer disco sea “V.V.” (por Victoria Villarruel, la vicepresenta de la Nación). Con esa oda al krautrock comenzaron el recital y se mantuvieron en esa clave mántrica (aunque en este caso expidiendo visceralidad y capas de guitarras furiosas) en el hit seminal “Dopamina”. Volvieron a No hagas que me arrepienta de la mano de “Hondart”, donde se subieron al cuelgue, lo que les vino bien para bajar al inframundo con otro tema nuevo, el psicodélico “Sacame el cuero”. Pero salieron de ahí, apelando a la soltura y la cadencia, con uno más del flamante repertorio: “Fiesta en el ascensor”.
Recién en ese tramo del show se pudieron ver las siluetas de los músicos, quienes eligieron levantar el telón de la performance inmersos básicamente en la más completa oscuridad. Ese vaivén emocional encontró rescate en “Catalán”, de su segundo álbum, donde el rock garagero tomó forma malandra. Por esa senda continuaron en el lumínico “Joel” y luego bajaron un cambio, pero tan sólo un toque, en la suerte de folk “No hay nada más en mí”, a la que se sumaron trompeta y saxo. En ese instante, además de las dos baterías, el tablado se encontraba poblado por bajo, teclado, tres violas y el panderetista y maraquero. Este último, Gabriel Torres Carbajal, asistía desde la segunda voz a Ariel Mirabal Nigrelli. No obstante, Ricky Morales se hizo con el rol interpretativo en “Falsos reyes”.
Previo a que llegara ese momento, la banda había invocado a “American Por Trucker”, con la que había desatado finalmente lo que todos esperaban: el pogo. “680/ 680”, en cambio, vino bien para groovearla un rato y que todo el público comenzara a corear “Winona, Winona”. En “Penetrame” regresó la dupla de caños para potenciar ese fervor que había invadido al grupo, aunque pegaron el volantazo hacia el rock canchero (casi en la misma frecuencia que “Sucia estrella”, de los Ratones Paranoicos) por cortesía de otras de las canciones esenciales de los Winona: “¿Así que te gusta hacerte el Lou Reed?”. El misterio persa irrumpió con “Separados al nacer”, uno de los clímax creativos de la banda, igual que “Tiempo de jazz”, donde retornaron trompeta y saxo (ambas partícipes del álbum que estaban estrenando en vivo).
Amén de la invitación al descontrol, es un placer ver a ese puñado de músicos experimentando en tiempo real. “Separados al nacer” evocaba esa impronta dance de Babasónicos, en tanto que Morales una vez más asumió el liderazgo en “Resurrección”, y más tarde fue quien invitó a la banda soporte de la fecha, el grupo chileno The Ganjas, a entrar en escena para hacer juntos “Rock de la ganja”, que más que una canción tenía sensación de zapada. Al terminar, los dos violeros trasandinos se quedaron para poner sus instrumentos al servicio del tema que da título al disco: todo un manifiesto en ese cruce entre rock y electrónica que en el que hurgó la banda. Y entonces vino la despedida con “Riders”, síntesis de una noche en la que Winona supo sacarle provecho a su nigromancia para dominar las fuerzas de la naturaleza y también del sonido.