Hace 95 años nacía Stanley Kubrick, un genio obsesivo del séptimo arte
Stanley Kubrick, uno de los cineastas más importantes del Siglo XX, que con su estilo de dirección obsesivo y perfeccionista llevado casi al límite construyó una filmografía que, aunque modesta, atravesó como pocas todo un abanico de géneros y se transformó en una de las más influyentes para las generaciones venideras de creativos del séptimo arte, hubiera cumplido 95 años.
«La pantalla es un medio mágico. Tiene tanto poder que puede retener el interés mientras transmite emociones y ánimos que ninguna otra forma artística puede pretender imitar», dijo alguna vez quien pasó a la historia como sinónimo de innovación, como un amante de la sugestión en sus obras y, para cientos de críticos y espectadores, como el mejor en lo suyo.
Nacido en Nueva York en 1928 y tras un pésimo paso como alumno en el colegio, el joven Kubrick -interesado desde chico en el cine, la literatura y la música- encontró su primer contacto con la imagen a través de la fotografía, que le permitió trabajar en la revista de interés general Look entre los 40 y los 50, antes de reunir los fondos de manera independiente para crear su primera película.
Fue el cortometraje documental «Day of the Fight» (1951), que seguía al boxeador Walter Cartier en la cúspide de su carrera deportiva, lo que se transformó en su primer paso en ese terreno que ansiaba explorar, y que logró vender a los estudios RKO-Pathé por unos nada despreciables 4000 dólares, que lo incentivaron a seguir aprendiendo sobre el quehacer cinematográfico de manera autodidacta.
Un par de cortos más fueron suficientes para que en 1956 se largara a las ligas mayores con «Casta de malditos», su tercer largometraje, que bajo la producción de United Artists, contaba desde el policial negro la trama de un ladrón que reunía a cinco hombres para llevar a cabo un complejo robo en un hipódromo.
El filme sería el debut de una trayectoria marcada por su tendencia a adaptar obras ya escritas con la intención de mejorarlas, como explicaría después Diane Johnson, su colaboradora en el libreto de la magistral «El resplandor» (1980), y a prestar excelsa atención a cada aspecto de lo que el público vería en las salas, llegando a aplicar recursos técnicos, de cámaras y de música nunca antes utilizados en el cine.
Mas preocupado por generar ambientes atrapantes que por los personajes que los habitaban, y sin la necesidad de darle toda la información con claridad a las audiencias, Kubrick hizo de su forma de filmar una marca de autor indiscutible, y que se reflejó en un inusual dominio de todo un arco de géneros narrativos en las 13 cintas en su haber.
Lo hizo desde la etiqueta bélica con «La patrulla infernal» (1957) y la visceral «Nacido para matar» (1987) y desde la épica con «Espartaco» (1960), su última producción en Estados Unidos antes de mudarse definitivamente a Reino Unido para alejarse del mundo hollywoodense, y donde pasaría el resto de su vida, permitiéndole tener el control creativo completo sobre sus filmes y aún así contar con el apoyo de los estudios para cada emprendimiento.
Desde el otro lado del Atlántico siguió escapándole al encasillamiento y a partir del drama creó «Lolita» (1962), basada en el clásico de Vladimir Nabokov, y la disruptiva y violenta «Naranja mecánica» (1971); así como la comedia «Dr. Insólito o Cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba» (1964), con el brillante Peter Sellers a cargo de tres papeles en la misma película.
En 1968 le llegaría el turno a la ciencia ficción con una de sus mayores y más reconocidas óperas, «2001: Odisea del espacio», marcando el rumbo para decenas de filmes posteriores del género, para luego trasladarse al drama de época con «Barry Lyndon» y al terror con la mencionada «El resplandor», adaptada de la novela homónima de Stephen King, que aunque le mostró los dientes a esta versión, no pudo opacar la maestría que Kubrick ya había alcanzado para contar en imagen y sonido el inolvidable relato protagonizado por Jack Nicholson sobre el trágico y sobrenatural devenir de una familia a cargo del cuidado de un hotel aislado y en pleno invierno.
Su última película, «Ojos bien cerrados» (1999), estrenó de manera póstuma tras su fallecimiento a los 70 años, para dejar testimonio de los enredos psicológicos y los enigmas a los que le encantaba someter a su público -que al día de hoy discute qué quiso decir con tal o cual cinta-, y como capitulación de una labor cargada de arte y que incluso lo tuvo como sospechoso de haber grabado la «falsa» llegada del hombre a la Luna, algo sólo atribuible al genio de un realizador así de exigente y visionario.
Tan cautivante como criticado por su conocida tendencia a repetir decenas de veces las escenas hasta sacar el máximo agotamiento o la máxima brillantez de sus actores y actrices, y con la injusticia de haber recibido sólo un premio Oscar en su vida -por los efectos visuales de «2001…», Kubrick dejó tras de sí un sinfín de huellas imborrables en otros colegas que hasta el día de hoy lo destacan como influencia.
Figuras como Martin Scorsese, Wes Anderson, George Lucas, James Cameron, Terry Gilliam, los hermanos Coen, George A. Romero y Ridley Scott componen esa nada humilde nómina de herederos de su estilo coronada por Steven Spielberg, que resumió: «Lo más arriesgado es desafiarse a nombrar una película de Kubrick que puedas apagar una vez que empezaste a verla. Tiene algún botón de seguridad o algo. Es imposible apagar una película de Kubrick».