Rod Stewart en el Arena: el viejo zorro sabe lo que hace
Lleva más de sesenta años arriba del escenario, y se nota: al frente de una banda impecable, el cantante entregó un concierto de casi dos horas que fue una verdadera ametralladora de hits.
Es un escenario prístino, deslumbrante, tan inmaculado que parece recubierto por un gran fondant blanco. Pero quienes están en ese marco no son muñequitos de torta, aunque lo parezcan para las últimas filas de un Movistar Arena hasta las verijas de gente. Destacado entre todos, claro, el protagonista, que en el tramo final del show acaba de reaparecer con un traje rojo similar al del Body Wishes de 1983 y, en modo full pistero, larga un clasicazo llamado «Some Guys Have All The Luck». Y el lugar se viene abajo. Por enésima vez.
Rod Stewart sabe lo que hace. ¿Cómo podría ser de otra manera? El tipo tiene 80 años y ha pasado más de sesenta arriba de los escenarios. Tiene la voz algo cascada y le ha tenido que bajar el tono a algunas canciones, pero momento: ese tipo siempre tuvo la voz algo cascada. Es su marca de fábrica. Esa voz es Rod Stewart. Y entonces el Arena delira. Porque el octogenario lleva adelante un set explosivo de casi dos horas, y es una ametralladora de hits, del intenso «Young Turks» a la invitación al baile apretadito de «Tonight’s the night», el irresistible pop FM de «Baby Jane» o la monumental rendición de una balada tan inoxidable como «If You Don’t Know Me», compuesta sin mayor suceso en 1972 hasta que Simply Red la movió a la estratósfera. Y Rod supo llevarla a su terreno con la sapiencia de los viejos zorros.
¿Y cuál es el terreno de Sir Roderick David Stewart? Se hace difícil no pensar en el contexto de una residencia en Las Vegas. Hay siete músicos hombres: Rod en la voz, Donald Kirkpatrick y Emerson Swinford en guitarras, David Palmer en batería, Kevin Savigar en teclados, Curtis Schneider en bajo y James Roberts en saxo. Y hay seis mujeres ataviadas de modo pre-deconstrucción, con falditas cortas y contoneos sugestivos, que hacen pensar en un viejo verde anclado en el tiempo. Pero resulta que Holly Brewer, Joanne Bacon y Rebecca Kotte forman un contundente coro y brillan como ocasionales voces solistas. Y Janna Jacoby y Andrea Young hacen maravillas con el violín, y Julia Thornton le pone un clima especial a cada intervención en el arpa. Las mujeres de la banda de Rod (que el miércoles, en la primera de las tres fechas sold out que cerrarán este viernes, tocó, sí, el anacrónico «Hot Legs») no son objetos decorativos. Son talentosas músicas que terminan de conformar una orquesta ideal para semejante recorrido.
Así, el londinense más escocés evita el mayor riesgo para una figura de sus características y en esta etapa otoñal de su carrera: convertirse en caricatura, representar una música anquilosada o -la peor de las posibilidades- dar el espectáculo patético de quien no sabe retirarse a tiempo. Curiosamente, la gira explícitamente titulada One Last Time ya había dado las hurras aquí hace dos años, pero resulta claro que el público sigue pidiendo y Rod sigue sintiendo lo necesario para seguir con la noria de conciertos. Entonces hay una vez más de la última vez, y basta que gane el escenario con el añejo y cadencioso «Having a Party», y de sobrepique clave el primero de la serie de hits con «Tonight I’m Yours (Don’t Hurt Me)» para meterse a todos en el bolsillo.
Y sí, siente lo necesario y siente el escenario. Obviamente más arrugado pero igual a sí mismo, con el pelo cuidadosamente alborotado, esos trajes de elegancia algo decadente y ni un gramo más en su desgarbada figura, Rod Stewart es un animal de escena, que sabe dosificar la atención a la platea y cada costado de tribunas, conocedor de todos los códigos del crooner. Destaca a las mujeres de la banda por lo que hacen y no por lo que lucen. Hace sus propios contoneos y disfruta con el rugido de la multitud cuando se quita el saco. Canta con un pañuelo en la mano y se seca la cara a la manera de Tom Jones. Seduce con «The First Cut Is the Deepest», se convierte en totem absoluto cuando se lanza a «This Old Heart of Mine» y ni hablar cuando antes de los bises desencadena el delirio con «Da Ya Think I’m Sexy?»: a esa altura la voz apenas aguanta pero qué importa si todo el Arena está cantando, bailando, llevado a la cima de la ceremonia pop que cerrará con el reposo de «Sailing» y la revisita al philly sound de «Love Train», incluido en su Soulbook de 2009.
Pero aún en ese desfile interminable de páginas conocidas, en la noche del jueves hubo dos momentos aún más intensos. En la primera fecha, Rod tocó el corazón argentino cuando en el final homenajeó a Eva Perón (es cierto que «Don’t Cry For Me Argentina» forma parte de una obra que más bien desvirtúa a Evita, pero lo que importa es el gesto, y la gigantesca imagen de la abanderada de los humildes). En la segunda, «Forever Young» -justo esa frase- y «Maggie May» llevaron la conexión con el público al máximo posible, un artista veterano que aún disfruta de mover los hilos emocionales de sus seguidores y hacerles sentir un momento único a pesar de repetir el rito cada noche. Y hasta ganarse el corazón de las primeras filas cuando cortó abruptamente «Forever Young» para ordenarle a un agente de seguridad que dejara de molestar y les permitiera sacar todas las fotos que quisieran.
Así, en otra estación de su ¿gira despedida?, Sir Rod devolvió hasta el último peso de la entrada. Con guitarras furiosas cuando era necesario y cadencias acarameladas en el momento justo. Tomándose descansos a la manera de James Brown, dejando el escenario para que las cantantes se lucieran con el «I’m So Excited» de las Pointer Sisters y luego nada menos que «Proud Mary» para volver con otro vestuario y seguir con la faena. En una narrativa de show tan perfectamente encastrada, hasta se le disculpa la sobreabundancia de solos de saxo -esa maldita muletilla del sonido FM de los ochenta-, tan lugar común como su ejecutante, un afroamericano de dos metros que nadie se atreve a reclamarle que la corte un poco con tanta miel de saxo alto. Nada importa cuando Rod, viejo y encantador zorro presente en la escena desde 1963, pone su cara picaresca y vuelve a recordar que algunos tipos tienen toda la suerte. Pero la diosa Fortuna no tiene tanto que ver: se trata de que Stewart no conoce mejor lugar para habitar que ese escenario que domina centímetro a centímetro. Aunque parezca una torta de cumpleaños.




