«Nuestra tierra», de Lucrecia Martel, ilumina el Festival de San Sebastián

El quinto largometraje de la directora de «Zama» trasciende el caso puntual para reflexionar sobre el discurso histórico de las clases dominantes que llevaron a ese asesinato.
Desde San Sebastián
En estos días, el cine argentino está en todas partes en el Festival de San Sebastián. Está en las tres películas nacionales que forman parte de la Competencia Oficial –27 noches, de Daniel Hendler, que tuvo el honor de ser el film de apertura; Belén, dirigida y protagonizada por Dolores Fonzi, “cine clásico de combate”, en palabras del director del festival, José Luis Rebordinos; Las corrientes, de Milagros Mummenthaler, “un raro, preciso y precioso enigma”, como elogió el diario El Mundo de Madrid- pero también en las conferencias de prensa de las directoras y actrices, donde no se deja de mencionar la parálisis del Incaa, dedicado ahora a la timba financiera en lugar de promover la producción, tal como lo manda la Ley de Cine. “El cine argentino brilla en San Sebastián pese al ataque devastador de Milei”, se hace eco el diario El País de Madrid en el título de su portada de Cultura.
El cine argentino también está en los proyectos del Foro de Coproducción, que aspiran a encontrar socios europeos; en la sección Culinary Zinema donde participa Jota Urondo, un cocinero impertinente, retrato documental de Mariana Erijimovich y Juan Villegas, sobre el hijo del poeta –asesinado por la dictadura- Francisco “Paco” Urondo, que maneja los fuegos del Urondo Bar, reconocido restaurante de Parque Chacabuco; y hasta en la sección Made In Spain –dedicada al cine español- con la participación de las coproducciones Miss Carbón, de Agustina Macri, y ¡Caigan las rosas blancas!, de Albertina Carri, que además compiten por el Premio Sebastiane que otorga Gehitu, la asociación de gais, lesbianas, transexuales y bisexuales del País Vasco.
Pero si hay una película argentina en San Sebastián que parece representar no solamente al cine nacional sino al país todo, en su poderosa identidad artística, en su belleza ancestral y también en sus conflictos más profundos y dolorosos, ése es el documental Nuestra tierra, de Lucrecia Martel, que concursa en la sección Horizontes Latinos, luego de su estreno mundial en el Festival de Venecia.
La aparición, finalmente, del quinto y esperado largometraje de la cineasta de Zama, viene a poner en perspectiva el cuerpo de una obra que siempre se caracterizó por la coherencia conceptual y la riqueza formal con que la directora viene abordando la realidad argentina y latinoamericana. Concebido desde un comienzo, hace casi quince años, como un documental -el primero que Martel asume como tal- Nuestra tierra toma como punto de partida el asesinato del dirigente indígena Javier Chocobar, ocurrido en 2009 dentro de la región de la comunidad diaguita Los Chuschagasta, en la provincia de Tucumán, a manos del terrateniente Darío Amín y dos expolicías que lo escoltaban.
Sin embargo, lejos de circunscribirse a ese crimen, que quedó documentado por una cámara digital del propio homicida y cuyas imágenes desde entonces circulan por YouTube (un registro de poco menos de dos minutos del que Nuestra tierra se apropia para utilizarlo como uno de sus núcleos), Martel lo trasciende para reflexionar sobre el discurso histórico de las clases dominantes que conducen a ese asesinato. A priori, podría pensarse que un film como Nuestra tierra, de fuerte compromiso político, tiene poco que ver con la obra previa de Martel, realizada en su totalidad en el campo de la ficción. Es verdad que la condición documental del proyecto –su anclaje en un episodio puntual, la deliberada transparencia narrativa de su desarrollo- puede llamar a engaño. Hay una clara novedad allí, básicamente en la aproximación formal a su tema. Pero una mirada más atenta al universo creativo de la directora revela que las preocupaciones centrales de Nuestra tierra –la visibilización de los pueblos originarios, la violencia material o simbólica que las clases dominantes han ejercido sobre ellos- están presentes en la obra de Martel desde sus comienzos, empezando por su largometraje inicial, La ciénaga (2001), uno de los primeros mojones de lo que por entonces comenzó a conocerse como el Nuevo Cine Argentino.
Tanto allí como en La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), las “indias” eran las representantes de la clase prestadora de servicios, eran esas “chinas carnavaleras” que recogían del piso los vidrios rotos de los patrones, y hasta a la patrona misma, derrumbada por el vino con “hielitos” (la impagable Graciela Borges en La ciénaga), quien sin embargo nunca dejaba de quejarse y hasta de sospechar de que le robaban las toallas…
Como viene a evidenciar la flamante Nuestra tierra, las familias blancas son, sin embargo, las que históricamente despojan –incluso de sus vidas- a las familias originarias, como ya sucedía en Zama (2017), en tanto el corregidor del reino de España –por más devaluada que estuviera su autoridad- permitía el reparto de tierras que no eran suyas a los arribistas que venían a usurparlas.
En un cortometraje varios años anterior, Nueva Argirópolis (2010), realizado con motivo del bicentenario de la Revolución de Mayo, Martel ya se interrogaba por la cuestión de la identidad nacional. Son apenas ocho minutos de una extraordinaria elocuencia, que prefiguran la violencia institucional de Nuestra tierra, una violencia a la que están sometidos los pueblos originarios desde la época colonial, situación que no cambió con la emancipación política, como lo prueba el crimen que -200 años después- está en el centro del documental de Martel.
En Nuestra tierra Martel descubre en un caso en particular las raíces del atávico saqueo que vienen sufriendo los pueblos originarios por parte de las clases dirigentes blancas. La película utiliza la puesta en escena del juicio oral a los asesinos de Javier Chocobar como su propia puesta en escena: ante el tribunal, los perpetradores dan por sentado –como en un western- que sus papeles son suficientes para justificar la posesión de la tierra, sin tener en cuenta los reclamos históricos de la comunidad aborigen de Chuschagasta. Frente a una institución judicial que los percibe ajenos, la familia de la víctima no sólo tiene que probar que sus ancestros ya poblaban y trabajaban esos predios antes de la Independencia; también están obligados a demostrar su propia existencia, ante testimonios de historiadores que afirman que esa comunidad se extinguió en 1807. El lenguaje colonial se ha impuesto sobre el territorio latinoamericano y se perpetúa en pleno siglo XXI.
“Los chuschagasta no tienen rasgos que los identifiquen», dice con arrogancia una historiadora blanca, mientras la cámara de Martel logra sin esfuerzo que los rostros de los comuneros la desmientan. Ellos son los descendientes de quienes sobrevivieron a las matanzas a las que se aludía en Zama; son las hermanas de las criadas invisibilizadas de La ciénaga y La niña santa; son los familiares del niño atropellado –sin consecuencias legales- de La mujer sin cabeza. Contra esas mismas injusticias se levanta ahora Martel -de forma aún más potente, aún más explícita- en Nuestra tierra.