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Adiós a Claudia Cardinale, estrella de la era dorada del cine europeo

Su capacidad para encarnar personajes complejos, desde heroínas trágicas hasta mujeres independientes, la convirtió en un icono atemporal. Fue parte de clásicos como El gatopardo, Fellini 8 ½ y Érase una vez en el Oeste.

Claudia Cardinale, la muchacha de la valija, la actriz del cine italiano cuya mirada de aires felinos atravesó las pantallas de todo el mundo, se despidió ayer -martes 23- de este mundo a los 87 años en su hogar en Nemours, a unos ochenta kilómetros de París. Con ella se va una de las últimas estrellas de la era dorada del cine europeo, una figura que supo aunar en una misma persona cinematográfica la sensualidad, la rebeldía y la fragilidad. Su fallecimiento fue comunicado a la prensa por su propia hija, Claudia Squitieri, quien además era su fiel asistente en la Fondazione Claudia Cardinale, que apadrina a jóvenes artistas sin dejar de lado la defensa de los derechos de las mujeres y del medio ambiente. “Nos deja el legado de una mujer libre y llena de inspiración, tanto en su trayectoria de mujer como de artista”, declaró en tanto su agente, Laurent Savry, en las redes sociales. En una era pródiga en grandes “diosas”, la actriz de largometrajes indispensables de los años ’60 como El gatopardo, Fellini 8 ½ y Érase una vez en el Oeste compartió cartelera con figuras de la talla de Sophia Loren, Gina Lollobrigida y Monica Vitti, pero su rostro y figura enmarcaban un estilo único e inimitable.

A pesar del vínculo inseparable con el cine de su primer país adoptivo, Claudia Giuseppina Rose Cardinale nació el 15 de abril de 1938 en Túnez, en aquellos tiempos un protectorado francés, hija de inmigrantes sicilianos. De hecho, sus primeros papeles en el cine italiano debieron ser doblados por otras actrices, ya que en su hogar tunecino se hablaba el fuerte dialecto siciliano (en la escuela, en tanto, la práctica del francés le permitiría más tarde participar de coproducciones sin mayores inconvenientes). Su llegada al cine fue un capricho del azar: un concurso de belleza ganado en 1957 la llevó a visitar el Festival de Venecia, con los flashes de los fotógrafos posados sobre ella. También los ojos de algunos productores cinematográficos, entre ellos los del poderoso Franco Cristaldi, quien sería no sólo su principal promotor en los primeros años de carrera sino también su primer marido. Atada a rigurosas obligaciones y no tan buenos resultados económicos, Cardinale se arrepentiría más temprano que tarde de ese contrato con el empresario del séptimo arte. Del otro, el contrato matrimonial, también. En una entrevista con el periódico Il Corrieri della Sera declararía luego del divorcio que, con él, “era una empleada». «Ni siquiera lo llamaba por su nombre sino por su apellido”.

Antes de eso, una relación traumática y abusiva con un hombre mayor la había dejado embarazada. Contra las presiones de su entorno, la futura actriz decidió dar a luz a su hijo, Patrick. Fue Cristaldi quien tejió una mentira para proteger su naciente carrera: Patrick sería desde ese momento su hermano menor y, más tarde, su hijo adoptivo. Un secreto familiar que vio finalmente la luz en 1966, añadiendo una capa de dolor a su éxito en las pantallas. El debut de la jovencísima Claudia fue gracias a un pequeño papel en Goha (1958), film franco-tunecino protagonizado por la estrella del cine egipcio Omar Shariff, rodado en idioma árabe y doblado para el mercado francés. Pero su verdadero bautismo de fuego ocurrió ese mismo año, ya instalada en Italia. En Los desconocidos de siempre, de Mario Monicelli, rodeada de titanes como Vittorio Gassman, Totò y Marcello Mastroianni, la actriz interpretó el breve pero relevante rol de Carmelina Nicosia, la hermana de un hombre que la mantiene encerrada para que no se case. A partir de ese momento, su carrera despegó rápidamente, consolidándose como una de las actrices más destacadas de su generación y demostrando, de paso, una capacidad única para adaptarse a una amplia gama de personajes, como demostraría en films como La muchacha de la valija (1961), de Valerio Zurlini.

Luego de casi una decena de largometrajes en apenas dos años, de los cuales no puede dejar de mencionarse el notable noir all’italiana Un maledetto imbroglio (1959) de Pietro Germi, en 1960 su participación en Rocco y sus hermanos marcó un punto de inflexión. En la inoxidable obra maestra del post neorrealismo dirigida por Luchino Visconti, Cardinale interpretó a Ginetta, una joven atrapada en medio de las tensiones familiares y sociales de una familia de inmigrantes en la Milán de posguerra. La actuación de la talentosa joven, llena de matices, captó la atención de los críticos y el público general, consolidando su lugar en el cine de raigambre autoral. Impresionado por su versatilidad, Visconti volvería a convocarla para uno de los papeles más icónicos de su carrera: la Angelica Sedara de su adaptación de El gatopardo (1963), la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. A todo color y en pantalla ancha, Cardinale encarna en el film a la hija de un nuevo rico que seduce al aristocrático Tancredi, interpretado por Alain Delon. Ese papel, lleno de elegancia y carisma, se transformaría de inmediato en un emblema del cine italiano, con la escena del baile junto a Burt Lancaster como uno de los momentos más memorables de la historia del cine (Martin Scorsese dixit).

Ese mismo año trabajó bajo las órdenes de otro gigante del cine italiano, Federico Fellini. En Fellini 8 ½. Cardinale es Claudia, musa idealizada que encarna la inspiración del protagonista, Guido Anselmi, y aunque se trata de un papel breve su presencia de aires etéreos consolidó su estatus como una figura capaz de brillar incluso en roles secundarios. La colaboración con directores de la talla de Visconti y Fellini la situó en el epicentro del cine de arte europeo, pero Cardinale no se limitó solamente a este ámbito. En 1968, su carrera sumó otro rol legendario gracias a Érase una vez en el Oeste, el capolavoro de Sergio Leone. En ese verdadero summum del spaghetti western, Cardinale interpretó a Jill McBain, una viuda fuerte y determinada que se enfrenta a un mundo dominado por hombres. Su actuación junto a Henry Fonda y Charles Bronson, que combinaba vulnerabilidad y determinación, demostró su capacidad para adaptarse a géneros completamente diferentes, al tiempo que el personaje parecía adoptar algunas características de su personalidad real, aguerrida y resiliente.

Con el correr de los años, Cardinale participó en numerosas producciones, tanto en Europa como en Hollywood. Entre ellas no pueden dejar de mencionarse La pantera rosa (1963), donde compartió pantalla con David Niven y Peter Sellers, y Los profesionales (1966), de Richard Brooks. A pesar de que su incursión en Hollywood fue notable y su carrera en cierto momento pudo haberse limitado a ese mercado, la actriz mantuvo siempre un fuerte vínculo con el cine europeo, especialmente el de Italia y Francia, donde actuó en títulos como Cartouche, el aventurero (1962), junto a Jean-Paul Belmondo, y Las aventuras de Gerard (1970), del polaco Jerzy Skolimowski. Una década más tarde participó del complejo y tortuoso rodaje de la mítica Fitzcarraldo (1982), de Werner Herzog. En términos personales, tras el divorcio de Cristaldi, Cardinale encontró estabilidad emocional con el director Pasquale Squitieri, con quien tuvo a su hija Claudia y mantuvo una relación hasta su muerte, en 2017. Squitieri también dirigió a Cardinale en varias películas, aunque en las décadas siguientes la actriz redujo su ritmo de trabajo en el cine, sin abandonar por completo las pantallas. Su capacidad para encarnar personajes complejos, desde heroínas trágicas hasta mujeres independientes, la convirtió en un icono atemporal. Con su partida, el mundo del cine pierde a otra de sus leyendas, pero su rostro, su voz y su espíritu siguen vivos en miles de fotogramas de un centenar de películas.

Fuente: Pagina12

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