Festival de San Sebastián: virtuosismos del cine francés

Mientras «Seis días de aquella primavera» juega con las sutilezas y el fuera de campo, «Dos pianos» elige, en cambio, el camino de la desmesura romántica.
Desde San Sebastián
El de San Sebastián es un festival de contrastes. Por su alfombra roja pueden estar paseándose -por citar apenas un puñado de famosos- Angelina Jolie, Louis Garrel, Juliette Binoche, Pedro Almodóvar o Dolores Fonzi (que vino a presentar Belén, su segunda película como directora, en competencia oficial), mientras, un rato antes, por allí se cruzaban con sus tablas los surfers que desafían las olas de la Playa de la Zurriola, o unos momentos después se monta una tremenda manifestación de apoyo al pueblo palestino. Y al mismo tiempo, en las salas del Kursaal –la nave insignia del festival, que mira orgullosa hacia el vigoroso Atlántico-, el cine continúa su marcha. Y en el primer tramo de la muestra donostiarra el cine de habla francesa viene pisando fuerte en la competencia oficial por la Concha de Oro.
Del belga Joachim Lafosse -incorporado a la producción de Francia- es muy magro lo que se conoce en la Argentina, donde su cine se ha estrenado poco y mal (la última película que se vio en Buenos Aires fue Después de nosotros, con Bérénice Bejo, hace casi una década), pero se trata de un realizador prolífico y sutil, de esos que confían en la inteligencia del público y lo ponen a trabajar, sin necesidad de darle todo pre-cocido, como suele suceder con el cine de plataformas. Y a San Sebastián trajo en concurso oficial Six jours ce printemps-là (Seis días de aquella primavera), un título evocativo, que transcurre en un tiempo que podría parecer el presente, pero en el que todavía las cámaras de vigilancia y el ciberpatrullaje no existían o al menos no eran moneda frecuente.
¿Y cuál es el delito que habría que ocultar? ¿Acaso los hijos de un padre pudiente no pueden pasar unos días de vacaciones con su madre en una lujosa villa de la Riviera francesa que es propiedad de la familia? La madre, divorciada en malos términos, definitivamente sabe que no, entre otras razones porque ella es de piel negra como el carbón, y por esa zona ella y sus hijos pueden ser vistos como intrusos. Que lo son, porque no le piden permiso a nadie para estar allí. Pero ante un plan de vacaciones frustrado y la falta de recursos los lleva igual, a disfrutar de la playa y del sol, en una casa donde no falta ni la piscina ni la vista al mar.
La virtud del film de Lafosse es la de crear incomodidad e incluso suspenso casi con nada. Sana, la madre de los chicos, tiene personalidad y temperamento, pero al mismo tiempo es consciente de que en cualquier momento puede ser denunciada o incluso atacada por los vecinos, si detectan movimientos extraños en la casa. Lo que obliga a ella y a sus hijos (y al profe de fútbol de los chicos, que es el novio circunstancial de Sana, blanco como el papel, para más datos) a vivir clandestinamente esos días de supuesto descanso, casi encerrados detrás de las cortinas, si es de día, o a oscuras, iluminados por velas, si es de noche, jugando juegos de mesa para no llamar la atención ni siquiera con el volumen del televisor.
Casi de más está decir que el llamado “fuera de campo” (todo aquello que no se ve en el cuadro pero tiene entidad dramática) es esencial en la puesta en escena de Six jours ce printemps-là: el padre y el abuelo de los chicos, a quienes nunca se los ve pero todos temen; los vecinos que pueden reconocerlos y dar parte a los propietarios de la villa; el casero o la policía que podrían llegar en cualquier momento; y el racismo, al que nunca se nombra pero parece rondar por ese barrio de lujo como una sombra ominosa. Nada más necesita Lafosse para hacer una pequeña gran película.
Como casi todos los films previos del cineasta francés Arnaud Desplechin (Roubaix, 1960), Deux pianos –también en competencia oficial en San Sebastián- elige el camino del desborde y la desmesura romántica, no solamente porque su tópico sea el amor (que también es parte esencial del film) sino por su carácter de obra subjetiva, inacabada y abierta. En su nueva película, sin embargo, Desplechin se desprende de sus recuerdos personales y de su educación sentimental –a la manera que aprendió de su mentor por elección, François Truffaut- para hacer en cambio un film novelesco, en el sentido más vertiginoso del término, una película sobre los desórdenes de la pasión y el amour fou.
Los dos pianos del título obedecen en primera instancia a que el protagonista, Mathias Vogler (el actor François Civil, en el lugar que antes solía ocupar Mathieu Amalric en la obra de Desplechin) es un pianista de concierto, quien después de largos años de exilio voluntario fuera de Francia regresa a su ciudad natal, Lyon, convocado por su madrina musical, la venerable Elena (una portentosa Charlotte Rampling). También pianista ella, una leyenda de su instrumento que parece inspirada en nuestra Martha Argerich, Elena tiene planeado despedirse de las salas y las giras internacionales con un concierto a dos pianos junto a Mathias. Pero lo que no imagina es el estado de deterioro emocional en el que está su pupilo. Tampoco puede saber que el regreso de Mathias a la ciudad lo enfrentará con un pasado amoroso que él no quiere asumir, la tormentosa relación con su gran amor de juventud, Claude (la rubia Nadia Tereszkiewicz). Para entonces ella tiene un hijo, supuestamente de otro hombre, que sin embargo se parece a Mathias de niño como dos gotas de agua. O como dos pianos de concierto gemelos, colocados sobre el escenario el uno junto al otro.
Formalmente, el film de Desplechin es deslumbrante, de una puesta en escena siempre vibrante, virtuosa, que logra hacer verosímiles incluso aquellos momentos más insólitos, los giros de guion más improbables, a fuerza de un despliegue de movimientos de cámara y de bravura actoral poco frecuentes. Se trata de un melodrama en estado puro y el coraje de Desplechin está en asumir el género y sumergirse en él sin pruritos ni vergüenzas, lanzando a sus personajes hasta los extremos de sí mismos. Nadie en Deux pianos sale indemne y, sin embargo, todos parecen tener una vitalidad que los excede. Incluso la tremenda Elena, que le permite a Charlotte Rampling dar lo mejor de sí, al punto de que cuando ella está frente a la cámara todo parece diluirse a su alrededor, como si con su sola presencia fuera capaz de provocar un eclipse y oscurecer a todos los demás.