Vicente Monroy y la defensa de las salas de cine

Profesor de cine y programador de la Cineteca de Madrid, asegura que «acumulamos imágenes que se evaporan al instante».
En las primeras páginas de su exquisito ensayo Breve historia de la oscuridad. Una defensa de las salas de cine en la era del streaming (Anagrama), Vicente Monroy confiesa que desde niño le tuvo miedo a la oscuridad y que incluso hoy, a sus 34 años, le da miedo caminar por la calle en medio de la noche. Sin embargo, hay un espacio oscuro en el que se siente “abrigado”: las salas de cine. A partir de esta reflexión, y a lo largo de 104 páginas que se leen como si se estuviera participando de una charla de café inteligente y esclarecedora, Monroy explica cómo el oscurecimiento de las salas moldeó nuestra percepción, al punto de convertir el cine en una experiencia casi uterina, un espacio de desconexión, libertad y ensoñación. Pero no se queda allí: también reflexiona acerca de cómo la fragmentación e hiperexposición promovida por las redes sociales y el streaming está atentando contra ese lugar para muchos sagrado. Arquitecto, profesor de cine y programador de la Cineteca de Madrid, conversó con Página/12 desde Madrid.
-En tu libro contás cómo la arquitectura de los cines impactó en los contenidos: las cualidades inmersivas de los auditorios hicieron que las breves narrativas anecdóticas de los primeros años evolucionaran hacia historias más complejas. ¿Cómo afectan ahora a los contenidos la dificultad para concentrarse?
-Me temo que estamos en un atolladero, sí, pero no nos hagamos las víctimas. Hemos firmado un contrato voluntario, con entusiasmo y sin leer la letra pequeña. “Acepto los términos y condiciones” de la distracción permanente, el consumo rápido y la cultura capitalista. Hemos convertido la atención en un lujo y la dispersión en estilo de vida. La concentración está en crisis, pero no conviene tratarlo como una fatalidad abstracta: es una estrategia política, económica y cultural propia del neoliberalismo, que necesita individuos idiotas para mantenerse en marcha. Hemos permitido que la cultura de masas asuma el papel de rectora de nuestra educación sentimental, moldeándonos como sujetos individualistas, preocupados únicamente por el progreso personal, homogéneos, desmemoriados y dóciles ante unos medios de comunicación, un ocio y unas redes saturados de iconos de la banalidad. Un discurso que se impone sin resistencia y sustituye la realidad por una perversa irrealidad: un falso ideal de libertad, heredero de los más corrosivos ideales estadounidenses.
-Hoy es más fácil que antes acceder a las películas a través de las plataformas. Sin embargo, las vemos cada vez más solos. ¿Cómo se resuelve esta tensión entre democratización y aislamiento?
-Internet prometió una democratización de la cultura, pero no estoy seguro de que lo haya conseguido. Para que exista una cultura viva no basta con el acceso: hacen falta comunidad, conversación, curiosidad. Ver películas en soledad, sin compartirlas ni discutirlas, empobreció radicalmente la cultura cinematográfica. Porque el cine no eran solo las películas: era la posibilidad de pensar juntos a partir de ellas. Ahora acumulamos imágenes que se evaporan al instante. Cuanto menos hablamos de lo que vemos, más se simplifican los discursos.
-Hablás de cómo los hábitos domésticos invadieron las salas de cine (comer, conversar), sobre todo entre los más jóvenes. ¿Tiene sentido seguir defendiendo los “viejos” hábitos de visionado?
-El cine, que durante décadas fue un régimen apasionante de la mirada, se ha convertido en un objeto de consumo más, y las películas han perdido su espesor, su textura, su capacidad de atravesarnos. Incluso se ha producido un cambio en el lenguaje para adaptarse al nuevo modelo: ya no decimos que vemos películas sino que “consumimos contenido”. El término no es inocente: describe con exactitud una forma de relación solitaria, desechable, sin resonancia ni profundidad. No es casual que los chavales no se conformen con la pantalla del cine y consulten Instagram en mitad de una proyección. El flujo visual de las redes sociales, al que están constantemente expuestos en su día a día, está diseñado para dispersar su atención. No nos engañemos: en Instagram, aunque lo audiovisual sea omnipresente, apenas existen imágenes -imágenes verdaderas, capaces de convocar relatos, construir sentidos, alimentar nuestra imaginación. Para que exista una sociedad donde vuelvan a circular imágenes significativas no basta con educar a los jóvenes: es necesaria una transformación social y política. Recuperar el sentido colectivo de la vida, generar nuevos relatos trascendentales, comunitarios, una nueva idea de futuro. Ahí residió el verdadero poder del cine durante muchos años: en su capacidad para invocar una imagen del futuro.
-En tu ensayo proclamás nuestro derecho a cerrar los ojos, “para tomar distancia e imaginar otros mundos posibles”. Enfrentados a una cantidad apabullante de imágenes, ¿cómo podemos lograrlo?
-En la época de mayor profusión audiovisual de la historia, estamos más ciegos y sordos que nunca. Recibimos tantos estímulos que ya no vemos nada. Escuchamos podcasts, leemos libros, vemos series, llenamos cada segundo con avidez, pero eso no basta para fijar conocimientos ni para desarrollar un pensamiento complejo. Para eso hacen falta espacios en blanco, tiempo perdido, oscuridad. Hace poco escuché a un neurólogo decir que el exceso de estímulos está afectando nuestra percepción del tiempo: las personas de nuestra generación recordaremos menos, con menor cohesión entre los recuerdos, y por tanto sentiremos que nuestra vida ha sido más breve que la de nuestros abuelos. Necesitamos volver a leer sin prisa, mirar sin buscar respuestas, perder el tiempo con otros, rechazar la lógica del rendimiento como única medida de valor.
-Reivindicás la oscuridad como “medio predilecto de aquellos que se resisten a la luz imperante del poder” y afirmás que estos espacios son “imprescindibles para muchos individuos cuyo modo de vida no se puede mostrar a la luz del día”. ¿Puede ser la defensa de la sala de cine una forma indirecta de resistencia?
-Mi defensa de la sala de cine no es nostálgica, es política. Defender la oscuridad es defender una forma de estar en el mundo que no se deja reducir a la transparencia, al rendimiento ni a la vigilancia. Mi formación sentimental, sexual y política está profundamente ligada a los espacios de oscuridad: discotecas, afters, cuartos oscuros… y también las salas de cine. Hoy, frente a la crisis de lo comunitario, veo la sala como un espacio de oportunidad: la posibilidad de encontrarnos, de compartir una experiencia, de conversar. No creo que la sala deba ser un refugio ni una trinchera sino un lugar donde podamos formarnos, sentir y descubrir que existen otras formas de vivir. Trabajo como programador de cine y escritor; necesito creer que todavía es posible transformar algo a través del arte. Aunque sea en los márgenes, entre las ruinas de un mundo cada vez más difícil de habitar.