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«Fordlandia», la ciudad fantasma de Henry Ford

La investigación del escritor, historiador y periodista Greg Grandin da cuenta de un estrafalario proyecto concebido por el magnate estadounidense de la industria automotriz. El libro recorre la historia de una iniciativa faraónica en busca de caucho, y de su monumental -por momentos grotesco- fracaso. Pero también escarba en los rasgos megalómanos de un empresario que revolucionó la vida social en el marco del capitalismo y luego no supo qué hacer con las consecuencias.

Esta historia tiene un poco de la película Fitzcarraldo, de Werner Herzog; otro poco de Tiempos modernos, de Charles Chaplin; y una pizca de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Pero no pertenece al mundo de la ficción, aunque muchas de sus aristas invitan a relativizar los umbrales de la verosimilitud y su principal protagonista, Henry Ford, deambula entre la realidad histórica y su propia aura mítica. El libro Fordlandia (publicado por el sello Prometeo) extraordinaria investigación del historiador, escritor y periodista estadounidense Greg Grandin, narra una de los más estrafalarios -y fallidos- proyectos empresariales concebidos por un magnate: la construcción de una nueva ciudad utópica en plena selva amazónica destinada a la fabricación de látex de caucho, obtenido a partir del árbol Hevea brasiliensis.

El libro recorre, fundamentalmente, la historia de una iniciativa faraónica y de su monumental -por momentos grotesco- fracaso; pero Grandin no se limita a exponer la aventura sino que escarba, además, en los rasgos megalómanos de un empresario que revolucionó la vida social en el marco del capitalismo y luego no supo qué hacer con las consecuencias. 

Como es sabido, fue tan significativo el cambio que impuso Henry Ford en la industria automotriz en particular y en el modelo económico en general que le prestó su nombre para bautizarlo: el «fordismo» alude a una innovación técnica (el perfeccionamiento de la cadena de montaje y la descomposición del proceso de fabricación en componentes cada vez más simples) y a una concepción social que, en sus términos, promovía un «nuevo humanismo industrial»: el pago de salarios altos a los trabajadores, condicionados a una «vida moral sana». Un slogan graficaba el marketing populista de esa ambición: «todo empleado de Ford debe ganar lo suficiente para poder comprarse un automóvil Ford». 

Guiado por su actitud prometeica y por necesidades prácticas (Gran Bretaña había cartelizado la comercialización del caucho fabricado en sus colonias del sudeste asiático y Ford necesitaba enormes cantidades de látex procesado no solo para los neumáticos, sino también para mangueras, válvulas, juntas y cables eléctricos.) el empresario compró en 1927 tierras en la orilla oriental del río Tapajós, uno de los principales afluentes del Amazonas. Lo hizo de manera poco transparente y a lo grande: sus emisarios pagaron coimas y eludieron regulaciones para hacerse de un territorio equivalente en tamaño al estado de Connecticut en EE.UU. Ford llegaba, según anunciaban sus adláteres, para «salvar a la agonizante industria del caucho de Brasil». 

Como un salvador, precisamente, fue «recibido» en Tapajós, sin tener que tomarse la molestia de desembarcar en persona: un escritor brasileño lo llamó «el Jesucristo de la industria»; otro lo bautizó de manera similar, con una analogía que admite resonancias actuales: «el Moisés del Nuevo Mundo«. A la futura «Fordlandia» empezaron a acudir miles de trabajadores provenientes de todo el Brasil, fundamentalmente del paupérrimo nordeste. 

Ford construyó para ellos una ciudad idílica en plena selva: hizo levantar casas de tejas estilo Cape Cod, alentó la creación de jardines y quintas para sembrar verduras, motivó a los trabajadores para que abandonaran su alimentación habitual y se acostumbraran a comer pan integral y a beber leche de soja (Ford odiaba a las vacas y todos sus derivados alimenticios). También mandó construir hospitales, escuelas, cines, piscinas y hasta un campo de golf. 

En ese momento no se entendía demasiado bien tanta pasión altruista. Se le atribuía una vocación tan mesiánica como paternalista: la idea de llevar «la magia del hombre blanco a las tierras salvajes» (según publicó el Washington Post mucho antes de aprender a conciliar el afán civilizatorio con el wokismo) o de cultivar no solo «el caucho, sino también a los recolectores de caucho». En términos políticos y humanitarios, además, Fordlandia venía a desterrar la tiranía feudal que había asolado el Amazonas y explotado a los «seringueiros». 

Pero en ese Ford ya maduro anidaba también, según se comprendió al cerrar el círculo de su trayectoria empresarial, la misión de restaurar en tierra ajena una idea romántica de los Estados Unidos. Una sociedad primigenia (o primitiva) apegada a valores sencillos y en sintonía con la naturaleza. Pero era precisamente esa sociedad en teoría bucólica la que Ford había contribuido a superar con su revolución fabril. La vida entera del empresario fue, siguiendo lo rastreado por el autor del libro, una acumulación de contradicciones: estaba a favor de la nacionalización de los ferrocarriles y del servicio telegráfico y telefónico pero odiaba a Franklin Delano Roosvelt y al new deal. Exaltaba cada vez que podía «la dignidad del trabajador» pero se oponía violentamente al sindicalismo y llegó a financiar un verdadero ejército parapolicial para romper huelgas y espiar a los activistas gremiales. Hizo campaña en contra de la Primera Guerra Mundial pero cuando Estados Unidos finalmente se sumó a la contienda puso toda la fábrica al servicio del ejército. 

El fervor restaurador de Ford excedía los rigores contables y contradecía las prioridades de cualquier capitalista de manual. El empresario perdía semanalmente millones de dólares en su ciudad/fábrica de Tapajós. Cuando fracasó el funcionamiento de Fordlandia construyó a unos pocos kilómetros una segunda ciudad, Belterra, subiendo la apuesta en términos de experimentación social. Le fue peor. Las razones del colapso fueron múltiples y en muchos casos obedecieron a una desconexión absoluta con el ecosistema selvático (que llevó a los expertos, por ejemplo, a despejar y quemar la selva en la estación húmeda, cuando debía hacerse en la estación seca) y con los valores y las costumbres de los trabajadores nativos. Ford envió inspectores de su Departamento Sociológico para que investigaran a los empleados, incluyendo su vida sexual (se promovía la higiene y la monogamia). En todo Fordlandia, aún dentro de las casas particulares, estaba prohibido beber, fumar y apostar. Como era esperable, esa «ley seca», que no existía en todo el resto del territorio brasileño, fue transgredida en primer lugar por los ejecutivos estadounidenses enviados al Amazonas. El propio Oxholm, administrador de la plantación, desarrolló una afición irrefrenable por la cachaca con limao. Los alrededores de Fordlandia se convirtieron en una meca de criminales y desahuciados, llenándose de casas de juego y burdeles. 

Hubo motines, represión, despidos masivos y reemplazo de empleados. La protesta más inesperada llegó cuando las autoridades impusieron un «autoservice» estilo cafetería americana para la hora del almuerzo. «Somos mecánicos, albañiles y carpinteros, no camareros», se escuchó como queja que sintetizó, quizás, otros reclamos reprimidos. Cuando un grupo de trabajadores borrachos dejó de reprimirse y coreó «Brasil para los brasileños. Maten a todos los estadounidenses», muchos ejecutivos huyeron a la selva. Grandin cuenta que hubo escenas dignas de El corazón de las tinieblas y hasta un agente de Ford con rasgos asimilables al Kurtz encarnado por Marlon Brando en Apocalipsis Now. Un tal Johansen, escocés perdido cerca de Fordlandia, se hizo coronar como «rey de las semillas de caucho de los ríos altos», al frente de una cuadrilla de cuarenta indígenas.

Aunque fue finalmente la propia naturaleza la que le puso el último límite a las ambiciones de Ford. La excesiva concentración de árboles plantados para la producción de látex aceleró la reproducción de los insectos que se alimentaban del caucho. La cadena de pequeños predadores, ajenos a cualquier reivindicación gremial, incluía chinches, moscas, orugas, arañas, hormigas, gusanos, polillas, cucarachas y langostas. No hubo modo de luchar contra ellos.  

La caída de Fordlandia fue devastadora. El Washington Post había definido el fordismo como «los esfuerzos de Ford concebidos sin tener en cuenta o ignorando las limitaciones de Ford». Un periodista, Walter Lippmann, había señalado, asimismo, que Ford representaba la esencia del americanismo porque reflejaba «nuestra conmovedora creencia de que el mundo es como nosotros mismos». Se había vulnerado, para ese hombre todopoderoso, aquel sentido de la infalibilidad nacido del éxito permanente.

Grandin cuenta esta historia alucinante con serena rigurosidad. No hay una sola bajada de línea explícita, aunque el libro entero es una crítica feroz al capitalismo salvaje, en cualquiera de sus envases. Es precisamente la versión renovada del sistema, el neoliberalismo, la que se asoma cuando el autor recorre la región en estos tiempos. Fordlandia sigue en pie, casi una caricatura de sí misma, ofrecida como destino turístico. La selva se vengó de la megalomanía humana pero no pudo sobrevivir a su voracidad. La deforestación, la ganadería y la soja avanzan sobre el Amazonas. Donde estaba el campo de golf mandado a construir para civilizar a los salvajes, Grandin ve pastar a las vacas, esos seres que Ford tanto odiaba. 

Fuente: Pagina12

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