Derivas dialogadas de una palabra mal entendida
La frase que da inicio al texto dice: «La libertad total no existe». A partir de esa afirmación se despliega una propuesta narrativa sumamente atractiva.
El diálogo debe ser una de las formas narrativas con que las personas están más familiarizadas hoy en día: emerge en una charla de ascensor, en las conversaciones con amigos vía WhatsApp o en los mails que suelen intercambiarse en contextos laborales. El diálogo requiere de (al menos) dos personas dispuestas al intercambio, un ida y vuelta entre las partes: A pregunta y B responde, C declara y D replica. Es sobre esa dinámica ancestral que Pablo Katchadjian construye su notable novela, La libertad total, lanzada en 2013 y reeditada ahora por Blatt & Ríos.
El título contiene una palabra que hoy —por razones lamentables— resuena de manera significativa: libertad. La frase que dio inicio al texto dice: «La libertad total no existe». A partir de esa afirmación se despliega una propuesta narrativa sumamente atractiva que, como muchos textos del autor, incluye personajes variopintos, aventuras alocadas, preguntas existenciales, dilemas morales y discusiones complejas. Al inicio, A y B discurren sobre la idea de libertad (total, parcial, mínima), pero no lo hacen por voluntad propia; alguien los obliga. Ellos debaten, argumentan y compiten para convencer al otro, y también se ofenden rápidamente por el uso de algún tono impropio.
En ese diálogo aparecen algunas aproximaciones: la libertad es algo que se siente, es autolimitación, concentración, una bolsa de amor, un sinsentido, una deforestación de la intemperie, la locura de la sensación de libertad. Sobre quienes los obligaron a pensar, dicen: «A: Se creen seres superiores. / B: Sí, y son lamentables. Por culpa de ellos todo es como es. / A: Y no piensan abandonar el poder. / B: No, habría que sacarlos a patadas. / A: Sí, ¿pero cómo? / B: A patadas». Y concluyen en que «la libertad sería sacar a patadas a estos tipos». Pero en algún momento A y B logran salir de ese limbo y se olvidan por completo del asunto, como si nunca les hubiera preocupado honestamente el tema. Después aparecen otros personajes —C, D, E, F, G, H, I, J— y los acompañan (o los conducen) por nuevos caminos. Quieren salir de esa dimensión enrarecida en la que están condenados a deambular pero no saben cómo.
Katchadjian tenía una banda punk y escribía letras de canciones. Lo primero que publicó fue poesía (dp canta el alma en 2004, el cam del alch en 2005, los albañiles junto a Marcelo Galindo y Santiago Pintabona). Después vinieron artefactos literarios más extraños (El Martín Fierro ordenado alfabáticamente en 2007, El Aleph engordado en 2009, Mucho trabajo en 2011 y La cadena del desánimo en 2012) y más tarde las novelas (Qué hacer en 2010, Gracias en 2011, La libertad total en 2013, En cualquier lado en 2017, Amado Señor en 2020 y Una oportunidad en 2022), además de dos libros de relatos (El caballo y el gaucho en 2016 y Tres cuentos espirituales en 2019).
En una charla reciente con el español Jorge Carrión, hablaba de su periplo literario y definía ciertos textos como «ejercicios para vencer la timidez». Y es que durante mucho tiempo tuvo vergüenza de escribir relatos, entonces se escudaba detrás de textos ajenos (los ejemplos más claros son «El Aleph» de Borges y el Martín Fierro de Hernández). Más tarde empezó a escribir sus propios cuentos y novelas con libertad envidiable, una libertad que es la que sondean los personajes de esta novela.
Katchadjian suele establecer ciertos paralelismos entre el misticismo y el absurdo. Por un lado, la existencia de un centro que no se puede nombrar y, por otro, la repetición o el rodeo como procedimiento: se rodea aquello que no se puede nombrar (Dios, el sentido) y nunca se termina de definir nada, como si el objeto en cuestión fuese totalmente inasible, volátil. Algo de eso pasa con la libertad en este libro. ¿Qué es la libertad total? ¿Existe eso? Ningún personaje lo responde, pero la pregunta en sí misma es seductora porque los invita a pensar. El texto es extraño en su forma y contenido: un diálogo que por momentos no va a ninguna parte, un debate desganado, un rodeo para hablar de otras cosas.
Hay algo de dramaturgia sin didascalias —el lector podría imaginar una representación— y cierto espíritu beckettiano ronda el texto, sobre todo en la sumisión de unos personajes dispuestos a obedecer órdenes arbitrarias o, incluso, a atarse. A y B se preguntan cuáles son los límites en ese limbo: se desnudan, matan gente y, sin embargo, es como si alguien hubiese construido una nueva moral. «Parece un mundo creado por un dios menor, o un demonio poco hábil, o en todo caso por alguien a quien no se le ocurrían muchas ideas», dice A.
«Yo escribo sin saber qué va a pasar, improvisando —confesó alguna vez el autor—. Me gusta estar al borde de que el texto se arruine porque es ahí donde pasan las cosas más interesantes». En La libertad total Katchadjian retoma la tradición de la novela dialogada que puede registrarse en Cervantes o Puig, la forma que Platón adopta para construir sus disquisiciones filosóficas. Es curioso que en estos tiempos se apele al diálogo (y al consenso) como modo de solucionar casi cualquier problema. Aquí el diálogo no da certezas ni resuelve conflictos —más bien todo lo contrario— pero habilita preguntas, enciende el debate y tiende a rodear eso que todo el tiempo se escapa.