Eduardo Halfon: «Soy un cuentista que se hace pasar por novelista»

El escritor guatemalteco escapó de la violencia de su país en 1981. El mismo día que cumplió diez años se fue a vivir a Estados Unidos. De cultura bifronte, árabe y judío, desde entonces regresó a Guatemala y permaneció una década; pero se volvió a marchar y estuvo residiendo en España, en Francia y desde hace un tiempo en Berlín. Su última novela, Tarántula, ganó en noviembre pasado el prestigioso Premio Médicis en Francia a Mejor Novela Extranjera.
La infancia de Eduardo Halfon es un manantial al que siempre vuelve en sus pequeñas nouvelles, donde el cuentista elige camuflarse como novelista. El escritor guatemalteco escapó de la violencia de su país en 1981. El mismo día que cumplió diez años se fue a vivir a Estados Unidos. De cultura bifronte, árabe y judío, desde entonces regresó a Guatemala y permaneció una década; pero se volvió a marchar y estuvo residiendo en Estados Unidos, en España, en Francia y desde hace un tiempo en Berlín. La única casa de Halfon es la escritura, esos artefactos hermosos, inclasificables, que conforman su obra, libros como El boxeador polaco, Monasterio, Signor Hoffman, Duelo y Canción, entre otros, publicados por la editorial española Libros del Asteroide. Aunque se hizo esperar, Halfon llega a Buenos Aires por segunda vez, a diez años de su primera visita. En la Feria del Libro participará este sábado a las 17.30 en el Diálogo de Escritores Latinoamericanos y el domingo también a las 17.30 en el predio de La Rural presentará su última novela, Tarántula, con la que ganó en noviembre pasado el prestigioso Premio Médicis en Francia a Mejor Novela Extranjera.
Halfon, que está en Buenos Aires gracias a la sinergia entre la Fundación El Libro y la Fundación Medifé, tendrá presentaciones el lunes 5 de mayo a las 19 en la librería Eterna Cadencia y el martes 6 a las 17 dialogará con Julián Gorodischer en el marco de la Maestría de Escritura Creativa en la Untref. En Tarántula, su última novela, reconstruye un episodio traumático de su infancia cuando él y su hermano, que ya llevaban tres años exiliados en Estados Unidos, vuelven a un campamento de niños judíos en Guatemala y descubren que ese ámbito en el que aprenderían formas de supervivencia en la naturaleza se ha transformado en algo mucho más que siniestro.
Pequeños retablos
-¿Por qué querías regresar a ese momento de la infancia?
-Yo no sé si “querer regresar” sea la expresión apropiada, se me tienden a imponer las historias; hay una atracción inicial, un recuerdo, una imagen que tiene cierta rugosidad y me llama la atención y empiezo a describir esa imagen, sin la intención de que sea un libro. Tal vez en el mejor de los casos, un cuentito. Yo todavía pienso como cuentista, no pienso más allá de la escena. Todos los diálogos están construidos de pequeñas escenas; son como andamios de pequeños retablos, de pequeños fragmentos. Entonces empiezo a escribir con algo muy pequeñito. De pronto, lo pequeñito va creciendo y llega a ser algo mucho más grande de lo que imaginaba, de lo que esperaba, y veo una cosa más profunda en mano; pero es un proceso muy orgánico, sin intencionalidad. No me propuse escribir sobre este campamento de niños, simplemente se dio y aparece en el libro el momento en que sucedió: ese almuerzo que tengo en Berlín, con becarios alemanes, en el que les cuento el recuerdo y después vuelvo a casa y escribo la primera escena.
-El narrador de la novela recuerda que su padre quería imponerle a gritos el judaísmo. ¿Cómo sentís que fue decantando tu judaísmo?
-Hay dos grandes temas en el libro o dos grandes preguntas, que vengo arrastrando desde hace mucho tiempo: la gran pregunta de mi país, ¿qué significa para mi Guatemala? ¿Qué tipo de guatemalteco soy? y la pregunta sobre ¿Qué significa para mí el judaísmo? Son las dos grandes vertientes de mi identidad. La casa que soy está erguida sobre esas dos columnas; pero insisto en destruir esa casa; llevo media vida fuera de Guatemala. Y trato de alejarme del judaísmo, un alejamiento que empezó en ese campamento, adonde nos enviaron a mi hermano y a mi, una reacción de mis padres muy sensata de reconectarnos no solo con Guatemala, con el país del cual nos estábamos alejando, también con el español, un lenguaje que ya habíamos dejado de hablar, sino especialmente con el judaísmo, un judaísmo que yo empezaba a rechazar. Ese es un momento fundamental; el personaje del libro tiene 13 años, la edad en la que un niño judío deja de ser niño para convertirse en un adulto. Me alejo del judaísmo para buscarlo, me alejo de Guatemala para escribir sobre Guatemala. Ese es un vaivén con los dos grandes temas de mi identidad. Muchos de mis relatos empiezan en la infancia y vuelven a ella constantemente. El lenguaje de mi infancia fue el español. Aunque el inglés se haya convertido en mi lengua fuerte y siga prefiriendo leer y hablar en inglés, cuando escribo pienso en inglés. Pero la lengua de mi infancia fue el español. Todos estos recuerdos, toda esta memoria infantil, está en mi en español.
Extranjería permanente
-¿Hasta qué punto el inglés se filtró en tu lengua literaria, el español, para transformarla en una lengua singular, distinta?
-El inglés me dio la eficiencia, no hacerme perder el tiempo. La prosa norteamericana, especialmente de los poetas norteamericanos, tienden a eso. Hay mucho inglés en mi español, especialmente en la economía en el lenguaje. Yo creo que esa es una influencia de mis lecturas en inglés. Pero también está la influencia de la ingeniería, sin duda, del ingeniero Halfon que sigo siendo, en busca de la esencia del relato porque no quiero hacerte perder el tiempo, quiero darte solo lo necesario para transmitirte la emoción que quiero transmitir. En el trabajo de relojería que hago para ubicar cada escena, cada fragmento, hay mucho del ingeniero que soy. También hay cierto sentido del humor, me atrevo a decir judío, que tiene resonancias en mi familia polaca; una manera de verse a uno mismo con algo de crítica. Otra influencia en la construcción de mi lengua es la sensación permanente de extranjería; el haber nacido en un país que no me pertenece, el haber nacido desterrado; en ir por el mundo en una especie de diáspora permanente porque no hay lugar adonde pueda volver. Pero siempre he sido así; desde que tengo memoria me he sentido afuera del país. El crecer judío en un país católico te educa a no sentirte parte del partido; te permiten ver el partido, pero no jugar. En mi casa no se celebraba lo que mis amigos celebraban, no se comía lo que mis amigos comían. Esta sensación de extranjería la tengo clara y la mantengo y es algo muy inherente en mí y creo que eso se transmite también en lo que escribo.
-Un personaje de “Tarántula” está leyendo “Franny y Zooey” de Salinger. ¿Forma parte de tu educación sentimental ese libro?
-Más que de mi educación sentimental, tuvo que ver con mi educación literaria, porque leí a Salinger cuando descubrí la literatura y me convertí en lector, ya casi a los 30 años. Que Regina esté leyendo a Salinger en un momento es un guiño a mi propio descubrimiento literario. Pero hay dos libros que se mencionan también en la novela: La Torá y el Popol Vuh, que pueden ser vistos desde lo literario. Y menciono esos dos libros cuando un periodista me pregunta cuáles son los dos libros que no has leído y que más te han influenciado y la respuesta es el libro de los judíos y el libro de los mayas. No los he leído y no los pienso leer. Como libros, he leído fragmentos, pero nunca los leí completos.
El que llegó tarde a la fiesta
-Hay un poco de impostura en los escritores respecto a las lecturas, cierta vergüenza o pudor de decir “este libro no lo leí, no sé si lo voy a leer”, ¿no?
-Recuerda que no vengo del mundo de las letras; parte de venir del mundo de las letras quiere decir de la Universidad; sí de una familia de lectores. Yo quisiera haber tenido una infancia de libros que nunca tuve. Yo no tengo la impostura de “ya lo he leído todo” o he leído todo lo importante y cuando llegas a ser escritor tienes que aumentar esa soberbia, porque Dios guarde que admitas que no has leído un clásico (risas). Yo no tengo eso porque llegué a esta fiesta muy tarde. Me colé, decimos en Guatemala, y aquí sigo metido, medio colado, tratando de ponerme al día porque no he leído todo lo que debería haber leído. No me da ningún pudor decir que no he leído algunos libros.
-¿Qué pasa cuando descubrís en la infancia, en la adolescencia, cosas del orden de lo siniestro, sin espoilear “Tarántula”?
–Es muy difícil hablar del libro sin hablar del final del primer capítulo, cuando el niño descubre que no es una tarántula lo que vio, sino una esvástica. Luego todo lo demás puede quedar en el misterio, pero hay cierta premisa que es importante mencionar. Esta experiencia traumática fue con fines didácticos y la llevaron al colmo del límite y se convirtió en otra cosa. Y nos dejó dañados a todos los que pasamos por eso. Parte de la novela es no solo contar esa experiencia, sino tratar de acercarme a las preguntas: ¿Por qué nos hicieron eso? ¿Por qué someter a niños a eso? Entonces, era importante darle el micrófono a esta gente y dejarlos a ellos explicar por qué este campamento que empieza muy normal y muy inocente de pronto se transforma en algo siniestro. Y creo que parte de la respuesta que ellos dan lleva al lector a una pregunta muy grande: ¿Cómo vamos a transmitir la historia a los niños?, que es una pregunta enorme.
-¿Sos un cuentista camuflado de novelista?
-Soy un cuentista que se hace pasar por novelista porque los editores te dicen que el cuento no vende. Entonces hay que juntar muchos cuentitos y darles la apariencia artificial, decía Borges, de que son una novela; es mi manera de escribir y lo puedes ver en el libro con pequeños relatos, siempre fragmentos, a veces de una página, otras de diez páginas. Mi manera de escribir es la de un cuentista, pero luego me tengo que disfrazar de novelista.