Caruso «Presidente», Scioli y las heces de la antipolítica

Hace poco leí en las redes una sentencia misantrópica: «Caruso, presidente». Qué empecinamiento humano por habitar la desdicha. Abundan los predicadores con bata de notario, esos que se visten con los ropajes de escépticos apasionados para esconder su cinismo moralizante. Corren tiempos donde hasta la ignorancia más abyecta se ha tornado glamurosa. El exfutbolista aspira a un cargo público de legislador porteño declarando que «del Estado no quiero nada». ¿Nada? Como mínimo el sueldo, Caruso. Existen opiniones que nos hacen sentir más inteligentes de lo que somos. Da la impresión de que no pasa nada por no entender el mundo si logras fingir que lo comprendes.
El entrenador está dispuesto a abrazar la política por el reconocimiento público. «La gente me conoce» (…) «quieren cambios» (…) «me van a votar», dice. Está en su derecho intentarlo. Faltaría más. Pero es falso que su éxito sea un reconocimiento a su virtud. Es el resultado de vivir en una sociedad que ha decidido coronar a quienes saben jugar, y generar dinero haciendo piruetas con un balón. No hay merecimiento moral alguno en el hecho de vivir en un lugar que recompensa los puntos fuertes. El argumento no es mío, es de pensadores como Rawls, Sandel o Dworkin, que hoy no pasarían ni el test más básico de los odiadores de lo «woke».
Hay algo que fatiga en estos personajes públicos, su hipervisibilidad. Necesitan «estar» para ser «vistos» y «ser vistos para seguir estando». Lo que nos permite intuir que bajo el escrutinio público Caruso busca perpetuar la ansiedad del famoso. Busca que los focos no se apaguen, una estrategia de supervivencia que empuja a estimular la impostura. Es así como se fabrica la antipolítica, y sus heces nos salpican a todos. Daniel Scioli es su maestro más adelantado (no se pierda el video que acompaña esta nota). Se lo ve con una sonrisa luminosa, pulcra, con dientes de tiburón, neoliberal, claro. Recién afeitado, recién duchado, diciendo ven conmigo, sígueme, mientras integra un gobierno convertido en una inquietante máquina de violentar, de deshumanizar al otro, de inferiorizar para dominar, de colocar a las personas contra las personas, de mentir, de distorsionar los hechos, de atacar la solidaridad, de declarar los derechos humanos como una amenaza, de alimentar la furia racista, xenófoba, sexista, homófoba, que desembocan en prácticas de violencia obscena, irracional, como soporte inestimable de una opresión concreta. Así funciona la antipolítica, y funciona por que se lo permitimos. Va y viene, se pasa de un lado a otro, mordisquea aquí, allá, recula, miente, estafa. Una clase de mal que ya no se esconde. Se exhibe a plena luz del día, sin prejuicios ni complejos. Trump dice que vayamos a «besarle el culo», y la antipolítica va y se lo besa. Hombre, un poco nos lo merecemos.
En este presente ártico, el frío ultraliberal es afilado y húmedo. Tiene la mirada sucia, sin alma. No consuela, ni cobija, solo raspa y duele. A veces los pueblos eligen esa peculiar forma de suicidio que es la ignorancia. Lo de «Caruso, presidente» suena a profecía incumplida. Esperemos. Entre otras cosas, porque uno puede pactar con su fracaso, pero es en extremo difícil convivir con el ridículo.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979.