Trabajar sobre el pasado enciende alarmas en el presente
Los historiadores exploran las raíces del paradigma de la mal llamada «memoria completa» y analizan lo que está en riesgo hoy. «El consenso del Nunca Más no es un escudo protector de la democracia desde el ’83 para siempre», sostienen.
Todo el tiempo hay noticias que dialogan con este libro, lo que demuestra lo necesario que es. Sólo en el transcurso de la semana que pasó es posible encontrar tres hechos conectados con su premisa: la liberación de un represor del Vesubio, la cobertura de un mural que celebraba la aparición del nieto 138, el tuit de Agustín Laje mencionando el reclamo por la «memoria completa» en su ataque a Cecilia Roth. Todo ocurrió con las emociones que suscita el cierre del Conti todavía en el aire. En este contexto se inserta la publicación de Anatomía de una mentira, de los historiadores Hernán Confino y Rodrigo González Tizón, que, más allá de hechos puntuales, se propone ir al hueso de la cuestión: ¿quiénes justifican la represión de los setenta en estos tiempos? ¿Por qué lo hacen? ¿Y cómo?
Publicado por Fondo de Cultura Económica, el libro explora las raíces del paradigma de la mal llamada «memoria completa» -consigna que tiene más de dos décadas- para llegar a este presente y analizar lo que está en riesgo. Los historiadores, con antecedentes en el análisis de los setenta -Confino ha publicado Contraofensiva: el final de Montoneros; y González Tizón, Una historia de los sobrevivientes del Vesubio– han puesto el foco en los recursos argumentativos y retóricos del relato que contradice que en esa época hubo un plan sistemático de represión y desaparición de personas. No es negacionismo, es justificación, advierten. Y sus efectos son aún peores. Los autores recorren trayectorias personales de quienes se autoproclaman portavoces de una verdad oculta –Villarruel, Laje, Nicolás Márquez, Carlos Manfroni, «Tata» Yofre, Ceferino Reato y otros-, así como también contextos en los que se han expresado y los dispositivos mediáticos y editoriales que vehiculizaron sus ideas.
«Hay cuatro lugares ideológicos en los que pensamos que se puede organizar la discusión que hay hoy en el espacio público sobre los setenta», dice Confino, desde México -donde vive-. Estas son, entonces, las «trampas»: decir «que fue una guerra, que la memoria es hemipléjica, que no fueron 30 mil y que fue todo culpa de las organizaciones armadas. Le decimos trincheras por la actitud bélica en la que se libran esas discusiones», plantea el historiador.
Para González Tizón -uno de los despedidos del Archivo Nacional de la Memoria-, la «nodal» de las cuatro trincheras es la postulación de que hubo una guerra entre dos bandos. «De ahí se desprende todo lo demás. A partir de ahí podés decir que hay una memoria instalada en el espacio público por el Estado que está incompleta porque no cuenta a las víctimas del otro lado. Como la guerrilla sería un contendiente al mismo nivel que las Fuerzas Armadas, sus crímenes tendrían que ser considerados de lesa humanidad», explica. El trabajo se pregunta, también, «qué estatuto le cabe a la violencia armada, un tema muy en boga por el fallo de la Cámara Federal para la reapertura de la investigación del atentado en el comedor de Coordinación Federal, uno de los grandes caballitos de batalla del ecosistema contrainsurgente».
-¿Qué está pasando en la sociedad argentina? ¿Había un consenso que se fue resquebrajando hasta romperse? ¿O, directamente, ese consenso no existía?
Rodrigo González Tizón:
– Es chocante que justo en el momento en el que se cumplen cuatro décadas de democracia ininterrumpida gane una fórmula presidencial compuesta por una militante de la causa de los militares y por un presidente que en el debate presidencial retomó casi textualmente el discurso de la Junta Militar en su momento de salida, señalando que había sido una guerra lo que había pasado. Esta idea de que había consensos que no podían tocarse era algo que creíamos dentro del campo progresista, y lo que nos mostró la realidad es que había otros ámbitos de discusión, de activismo, y otras construcciones que estaban desarrollándose hacía más de una década, y que durante los últimos cuatro años -a partir de la pandemia, una exacerbación de las redes sociales y una pésima gestión- venían haciendo mella. Una pregunta importante sería cuáles son las condiciones de posibilidad para que estos discursos ganen visibilidad pública y para que no se genere una reacción social como la que se produjo durante el fallo del 2×1 en el macrismo, cuando se está desmantelando toda una política pública de derechos humanos a escala nacional, a través del desfinanciamiento y los despidos en la Secretaría de Derechos Humanos. Pero esto no vuelve, necesariamente, a la sociedad ni más prodictatorial ni más negacionista. Las políticas de derechos humanos se inscriben en un magma político más amplio del que no se pueden escindir de manera independiente.
Hernán Confino:- Creo que hay un consenso: el hecho de que hasta las narrativas más promilitares den cuenta de la existencia de los desaparecidos refleja un piso de conciencia. Lo que nos mostró la realidad es que la política de derechos humanos no es autosuficiente ni autosustentable. Hay un montón de gente que la ha acompañado y está a favor, pero con un 200 por ciento de inflación por año no son prioridad. Por otro lado, hay que pensar sobre algo que empezó a suceder en el último tiempo y que nosotros no consideramos cuando escribimos el libro porque no había sucedido aún, que es la enemistad entre el presidente y la vicepresidenta. Eso nos muestra que el lugar de Villarruel y su activismo no son motivos suficientes para que sea parte de la agenda del Gobierno, pero por otro lado nos muestra que hay todo un liberalismo que es parte de una reconstrucción de los setenta anclada en el paradigma de la guerra, de la idea que el procesamiento de la memoria fue parcial, etcétera. Por la existencia de un consenso hubo cuestiones que pasaron sólo en Argentina. En Alemania los negacionistas te dicen, directamente, que no hubo asesinatos masivos en la cámara de gas. Acá el crimen, si bien se transforma, está de alguna manera fijado. Pero el consenso del Nunca Más no es un escudo protector de la democracia desde el ’83 para siempre. Tiene que ver con cuestiones que exceden, incluso, a la Argentina. No podemos pensar su deterioro democrático sin anclarlo en el que se está produciendo en un montón de países de Occidente.
-¿Cuáles son los riesgos que enfrentamos en el presente?
H.C.:- La convalidación de la violencia de Estado en el pasado abre el resquicio para que se la pueda justificar en el presente. Cuando, encima, tenés un gobierno que frente a las protestas lógicas que puede haber en torno a la promulgación o no de una ley sale con el discurso de que «eran terroristas que querían hacer un golpe de Estado», es preocupante el asunto. No es casual que el revisionismo de los setenta venga de la mano de algunas prácticas que tienen que ver con deshumanizar al adversario político y eso termina siempre muy mal.
R.G.T.:- En otras épocas históricas estos discursos habilitaron ejercicios de la represión que rebalsaron completamente los límites de la legalidad y construyeron escenarios de excepción. Es algo que trabajó (la historiadora) Marina Franco: cómo para el período 74-76 se fueron corriendo los límites de la legalidad y generó un espacio de suspensión del derecho en nombre de la salvaguarda del orden legal que habilitó un ejercicio de prácticas represivas en el plano de lo clandestino. También se habilitó la posibilidad de la sanción de una legislación de carácter represivo que iba horadando derechos y libertades. Trabajar sobre el pasado enciende alarmas en el presente, no por creer tan linealmente que el pasado se repite sino porque se configuran escenarios que presentan algunas analogías con otros del pasado.
-Ninguno de los argumentos es nuevo, ¿no?
R.G.T.:- La idea de una guerra preexiste incluso a la última dictadura; es algo que los militares argentinos e incluso civiles que ocuparon lugares de decisión vienen tratando de instalar públicamente desde mediados de la década del ’50, desde la dictadura de Aramburu.
H.C.:- Todo lo que se está planteando como novedad, como una suerte de historia alternativa no es ninguna novedad. Hay cuestiones que van cambiando pero hay premisas innegociables, como la idea de una guerra iniciada por la subversión. Ahí vemos una diferencia: lo que en los setenta se planteaba en términos amplios como «subversión» hoy se plantea como idéntico a las guerrillas. Por otra parte, hubo errores no forzados en las políticas de memoria y justicia. Silencios, heroizaciones que construyeron un pasado estilizado, a la medida de la construcción de una suerte de linaje combativo. Hay gente que viene con estos intereses de hace 50 años. Villarruel iba a visitar a Videla a la cárcel. Pero en la posibilidad de que estos relatos alcancen a un mayor público tiene que ver con cómo se llevó adelante la construcción del conocimiento sobre el pasado (ver aparte).
-¿Y cuán importante fue, en el plano de lo público, la declaración de Macri sobre el «curro» de los derechos humanos, o la de Darío Lopérfido cuestionando la cifra de desapariciones? Se nota en esto último el cambio de época: el debió renunciar.
R.G.T.:- La discusión sobre el pasado también se instrumentó en el marco de la grieta entre kirchnerismo y antikirchnerismo. En su campaña presidencial de 2014, Macri arrancó con la idea de un curro de los derechos humanos; después Lopérfido la reeditó cuando el macrismo era gobierno porque eso le servía para dar la disputa contra el kirchnerismo. No fue porque tuviesen una convicción muy fuerte en relación a lo que había pasado en los setenta ni a cuáles habían sido los mecanismos que se habían utilizado para identificar a las víctimas ni cuáles eran los que se utilizaban para dar reparaciones.
H.C.:- Más por pragmatismo político que producto de una mirada sobre los setenta, la idea arrancó con la derecha moderada. Sin esa derecha moderada que habló del curro de los derechos humanos hoy no tendríamos la «currificación» de todo. Cuando a Macri le preguntan cuántos fueron los desaparecidos dice «no tengo idea». No es que el PRO reivindicó la dictadura pero fue el principio de la ruptura de algunas de esas ideas de consenso. Esto, sumado a la polarización y el desastre del gobierno anterior generó la posibilidad de que el pasado también fuera tomado en manos de gente que no es pragmática, sino profundamente ideológica, como Villarruel. El primer paso para desprestigiar la política de memoria es atribuírsela enteramente al kirchnerismo, como si no fuera algo para toda la sociedad; entonces se plantea como algo que hay que terminar, como todas las otras políticas.
-¿Cuál es el fin último en la justificación de la represión de los setenta? ¿La impunidad?
H.C.:- Es algo que podemos pensar en en terreno de las hipótesis. Hay quienes dicen que detrás de la voluntad de encarcelar o de, al menos, enjuiciar a los exmilitantes está la idea de presionar por una amnistía general. Por otro lado, creo que hay una dimensión memorial en Márquez, Villarruel y Laje: quieren revalorizar el rol de la Fuerzas Armadas en el pasado y en el presente. La idea de la memoria completa encubre la idea de la guerra, sobre todo; entonces la memoria estaría incompleta. Pero no porque no sabemos cuántos fueron los desaparecidos o porque no tenemos la lista de bebés apropiados, sino porque en la guerra se habría juzgado sólo a un bando. Entonces la manera de completar la memoria es juzgar a todos. Pero ninguna memoria es completa, entonces hay un contrasentido. Quienes buscan completar la memoria, en realidad, ¿buscan completarla? Creemos que no, porque si no se contentarían con el reconocimiento de las víctimas civiles de las organizaciones armadas. Lo que se percibe con el video institucional del 24 de marzo es invertir. Es decir: las Fuerzas Armadas se vieron obligadas intempestivamente a asumir la seguridad interna porque había un peligro guerrillero tremendo a punto de tomar el poder y sojuzgando a toda la sociedad argentina.
R.G.T.:- Para contrabandear estos reclamos que buscan, en última instancia, muchas veces, la impunidad de los perpetradores, tuvieron que imitar al movimiento de derechos humanos. En un momento lo que se planteaba era que había un ejército que había triunfado en la guerra contra la subversión pero había perdido en el terreno de la política y por eso habían juzgado a los militares. Hoy para poder pensar cómo llegar a la impunidad de esos militares tienen que decir que hay otras víctimas, que sus muertes forman parte de crímenes de lesa humanidad cometidos por la guerrilla. Forzando el discurso jurídico y el derecho tienen que recurrir a las mismas figuras legales que correctamente utilizó el movimiento de derechos humanos pero invirtiendo, pervirtiendo esa figuras. No hay un ecosistema homogéneo de actores: para algunos el recurso a estos argumentos es pragmático; para otros es una causa ideológica. Depende de en qué actor nos paremos o en qué constelación: ¿Estamos hablando de los miembros del Celtyv -Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas-, de alguna de las organizaciones que salen del tronco de Famus -Familiares Muertos por la Subversión-, de miembros del PRO, de figuras que se han forjado en el movimiento de derechos humanos pero se han enfrentado después muy fuertemente a las políticas del kirchnerismo, como Graciela Fernández Meijide? Hay que ir viendo en cada contexto en función de qué se movilizan estos argumentos.
Caballo de Troya
-Están apareciendo en el plano cultural expresiones que instalan una conversación crítica sobre la militancia de los setenta como el libro La llamada, de Leila Guerriero. ¿Empieza a ganar terreno esta discusión?
H.C.:- La discusión existe desde que existió la política armada. En todo caso lo que tendríamos que pensar es su alcance. Todavía no hubo una síntesis o posibilidad de pensar la violencia armada en relación con los valores democráticos. La recuperación de la militancia fue muy romántica en el kirchnerismo. Ahí hay un punto débil. Una cosa es una reivindicación militante y otra, una política de derechos humanos. La crítica a la violencia armada fue la especie de caballito de troya a través del cual los defensores de la memoria completa lograron meter un montón de otras críticas menos consistentes. Pero como el caballo es tan impresionante -la idea de decir ‘tal atentado montonero’, ‘tal ataque del ERP a tal guarnición’-… la espectacularidad y la descontextualización, sumadas a la romantización de parte del Estado, es un cóctel explosivo que termina atacando toda una manera de pensar las políticas de memoria, verdad y justicia. El kirchnerismo tuvo dificultades para hablar de la generación del ’70.
R.G.T.:- Las políticas de derechos humanos fueron centrales en la construcción democrática en los últimos 20 años. Estamos llamando la atención sobre la tendencia a construir un relato con la romantización de prácticas como el recurso de la violencia o el silenciamiento de otras como puede ser el ataque a un cuartel en un contexto democrático. Estos puntos débiles generaron, también, una sombra de duda y sospecha en torno a las víctimas. Uno de los caballitos de batalla de los sectores a los que rápidamente llamamos negacionistas es la crítica de las reparaciones económicas. Sin mayores evidencias se instaló la idea de que eran un foco de corrupción, que se entregaba dinero a víctimas que no lo eran, que los recursos del Estado se dilapidaban a partir de su uso discrecional por la Secretaría de Derechos Humanos.
La batalla cultural
«La discusión sobre la represión de los setenta se subsume en lo que los sectores más reaccionarios y de la extrema derecha denominan ‘batalla cultural’: una disputa con determinados valores que asocian con el progresismo y que no son solamente una mirada sobre el pasado», dice González Tizón. «Tienen que ver con el activismo por el cambio climático, la diversidad de género, las discusiones en torno a las vacunas, a las medidas que se deben adoptar en una emergencia sanitaria como la del Covid 19, etcétera. La discusión sobre el pasado en sí mismo queda en un lugar secundario; en realidad tiene mucho más que ver con cómo eso se puede instrumentalizar para la disputa política. Lo que tiene de peligroso esta discusión sobre el pasado es que al rehabilitar, revivir la escena de la guerra para pensar la conflictividad social habilita que empiece a vislumbrarse como posibilidad el recurso a prácticas represivas que están reñidas con los derechos y las libertades de un ordenamiento democrático», alerta.