Una muestra recupera las imágenes de un taller de fotografía en la Isla Maciel
Hace veinte años, la Asociación Civil Miguel Bru hizo los talleres que desembocaron en el libro Ojos y voces de la isla.
«A veces quisiera saber qué ve mi perro Osito cuando aúlla y también si es verdad que si te ponés la lagaña del perro en la cara te volvés loca». El extracto pertenece al libro Ojos y voces de la isla y, como cada texto o foto que allí aparece, no lleva firma. La autoría es colectiva y esa decisión editorial es fiel al espíritu de un proyecto que comenzó con talleres de fotografía y periodismo en la Isla Maciel a partir de una demanda de la propia comunidad a la Asociación Civil Miguel Bru, y terminó en la edición de este volumen que recopila las producciones de lxs adolescentes que asistieron a aquel espacio de formación. Veinte años después, se inaugura una muestra que expone parte de ese registro colectivo: las creaciones pueden verse en Chimera Espacio Cultural (Tres Arroyos 402) hasta el 20 de diciembre.
El día de la inauguración hubo reencuentros entrañables, largos abrazos y muchas anécdotas. El acto de apertura fue informal y sucedió en la vereda, algo que también le hace honor al corazón de un proyecto que retrata historias unidas por un territorio compartido. Estuvieron presentes Rosa Bru (madre de Miguel Bru –desaparecido en democracia– y fundadora de la asociación que lleva su nombre), Gonzalo Martínez, Pablo Piovano, Laura Sottile (docentes de fotografía), María Eugenia Ludueña y Leonardo Godoy (a cargo del taller de periodismo). Todxs tomaron la palabra para compartir su experiencia.
Cuando se le preguntó por «la foto imposible», Gonzalo Martínez señaló una pared: en la imagen se veía el puente que cruza el Riachuelo, los techos de las casas, el cableado urbano, algunos autos y un puñado de barcos. La foto podría haber sido capturada por un helicóptero o un dron, pero no. La tomó un alumno después de que los docentes explicaran algunas nociones sobre ángulos. Simplemente se le ocurrió esa locura y decidió ejecutarla. «Les pedimos fotos del puente, empezamos a mirar las que habían traído y de repente vemos una que sólo se podía hacer desde arriba. Este chico se trepó 30 metros, un peligro», recuerda Martínez, y destaca la legitimidad que tenían los chicos a la hora de registrar el barrio: «Como fotógrafo profesional uno puede hacerlo, pero hay una distancia. Ellos, en cambio, ya estaban adentro, eran parte».
La Bru llegó a Isla Maciel a raíz de varias denuncias por violencia institucional y se quedó para generar estos espacios de formación. Laura Sottile destaca que partieron de las necesidades de los vecinos: «La pregunta siempre fue qué te gustaría aprender. Los pibes eligieron oficios como peluquería o electricidad, pero también talleres de comunicación con perspectiva de derechos humanos. Los que más convocatoria tuvieron fueron los de fotografía y periodismo». Otra decisión editorial fue esquivar la estigmatización y la romantización: en el libro la Maciel aparece con sus luces y sombras, lejos de los programas de TV sensacionalistas que subrayan la violencia y sin caer en la idea de que ahí adentro todo es color de rosa. En las fotos aparece la vida cotidiana de los vecinos, las fiestas, las mascotas, los juegos, el puente, las calles, las pintadas, los altares dedicados al Gauchito Gil o San La Muerte.
Rosa Bru recordó una anécdota que aparece en el libro: «El primer día los fotógrafos entraron con el auto, un chico los paró y les arrebató las cámaras. Salió corriendo para la placita y una señora que venía caminando le gritó: ‘¡Eh, boludo, es la Bru, son los de derechos humanos, no robes!’. Pegó la vuelta y lo devolvió. Siempre me emocionó la llegada que tenían con los pibes, el cariño. Ellos se sentían respetados y fue una experiencia hermosa. Cuando paso por ahí siempre miro, busco la cancha y recuerdo la isla. Tengo un gran amor por el lugar y su gente. Nosotros teníamos esa imagen de la Maciel que creaban los medios, eso de que entrabas y no salías. Pero hay gente buena, con muchas necesidades y luchas pero también con muchos valores».
Yesica Baez recordó que había conodido a la gente de la Bru en la puerta de una comisaría. Tenía 17 años y un noviecito preso al que le llevaba comida. Ellos estaban haciendo una protesta en la puerta y un chico se le acercó para comentarle que iban a dar algunos talleres en la isla. «Entré a todos pero me quedé con fotografía y periodismo. Me di cuenta de que eso era lo que me gustaba, me desenvolvía bien, escribía, podía expresarme. Era una manera de desahogarme y mantenía mi mente ocupada en algo porque en ese tiempo tenía unos berretines… Me llevaba el mundo por delante. A veces nos quedábamos dormidos en el taller, me cortaba los brazos y tenía que ir vendada, pero no faltaba porque ese espacio me hacía muy bien. Yo estuve detenida mucho tiempo y salí hace poquito, así que me pone contenta este reencuentro».
La joven confesó que no se reconocía en los retratos y dijo que la isla tampoco es la misma. «¡Pasaron veinte años!», exclamó. Martínez subrayó el valor de estas producciones en términos de memoria histórica; después de todo, es un registro sensible de la isla hecho por sus propios habitantes. En un rincón de Chimera hay un collage con siete fotos, un dibujo y un cartel que indica: «Dedicamos esta muestra a la memoria del querido Waltercito Castillo (1993-2007)». Waltercito era el «pibe chispita» del taller: fue asesinado a los 14 años en un enfrentamiento y, en algún sentido, la bala fue para todos. Esa muerte marcó el cierre de un ciclo y el inicio de otro; los capacitadores dejaron de ir pero empezaron a editar el libro y en 2009 el hermano de Walter propuso llevarle un ejemplar al cementerio de Avellaneda.
Los talleres generaron un círculo virtuoso en muchos sentidos. Andrea Romero, vecina de la isla y activa militante por los derechos humanos, contó: «En ese momento era joven, tenía a mi marido detenido y veía casos de gatillo fácil en mi barrio, entonces ofrecí mi casa para los encuentros y empecé a involucrar. Yo era muy básica, tipo tumba, venía del sistema del penal, y te juro que a la noche apoyaba mi cabeza en la almohada y lloraba pensando cómo hablaban, preguntándome qué querían decir. Empecé a involucrarme y de repente había gente por toda la casa haciendo fila para hablar con la asociación. En el barrio siempre tuvimos el punterismo pero esto era algo nuevo, estaban enfocados en derechos humanos para defender a los pibes. A mí la Bru me dio la oportunidad de abrir mis alas y mi cabeza; hoy puedo ser una luchadora más peleando contra la violencia institucional en mi barrio».
*La muestra puede visitarse de lunes a viernes de 10 a 17 y los sábados de 17.30 a 23.