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Hombres en tiempo de oscuridad

“Mi pueblo, suponiendo que tenga uno», escribió Franz Kafka. Hannah Arendt comprendió que esa vacilación relativa a la existencia de un pueblo capaz de incluir la propia experiencia fue propia de toda una generación de judíos alemanes de la primera mitad del siglo XX. De hecho, también Walter Benjamin hubiera podido pronunciarla. Kafka y Benjamin fueron para Arendt “hombres en tiempos de oscuridad”, que se sabían rechazados en Europa como judíos, y no podían ni deseaban «volver ni a las filas del pueblo judío ni al judaísmo». Porque esas «tradiciones y culturas, así como toda pertenencia a ellas, se habían vuelto igualmente cuestionables para ellos». Pueblo y pertenencia no debían encontrarse bajo la forma de un cierre. Esta posición acabó por separarlos a ambos del sionismo, sin caer por ello en la utopía de la asimilación.
En otros contextos la formula en cuestión («Mi pueblo, suponiendo que tenga uno») bien podría funcionar como una fértil vía hacia la problematización de la política. La primera parte -«mi pueblo»-, vendría a confirmar la legítima aspiración de una inscripción en el colectivo mayor, y la segunda -«suponiendo que tenga uno»-, funcionaria como un rechazo inquietante a la imposición de una imagen del pueblo como un hecho clausurado. De otro modo, la fórmula podía ser modificada de esta forma: el pueblo del que cual formo parte es uno que no está definitivamente constituido. El derecho a lo popular efectivo equivaldría entonces a la capacidad de ese mismo pueblo a no quedar congelado en una identidad definitiva consigo mismo (aunque no sea más que por el derecho que todo pueblo tiene a cuestionar las formas en que las que queda paralizado frente a sus fracasos).

“Mi pueblo, suponiendo que tenga uno», escribió Franz Kafka. Hannah Arendt comprendió que esa vacilación relativa a la existencia de un pueblo capaz de incluir la propia experiencia fue propia de toda una generación de judíos alemanes de la primera mitad del siglo XX. De hecho, también Walter Benjamin hubiera podido pronunciarla. Kafka y Benjamin fueron para Arendt “hombres en tiempos de oscuridad”, que se sabían rechazados en Europa como judíos, y no podían ni deseaban «volver ni a las filas del pueblo judío ni al judaísmo». Porque esas «tradiciones y culturas, así como toda pertenencia a ellas, se habían vuelto igualmente cuestionables para ellos». Pueblo y pertenencia no debían encontrarse bajo la forma de un cierre. Esta posición acabó por separarlos a ambos del sionismo, sin caer por ello en la utopía de la asimilación.
En otros contextos la formula en cuestión («Mi pueblo, suponiendo que tenga uno») bien podría funcionar como una fértil vía hacia la problematización de la política. La primera parte -«mi pueblo»-, vendría a confirmar la legítima aspiración de una inscripción en el colectivo mayor, y la segunda -«suponiendo que tenga uno»-, funcionaria como un rechazo inquietante a la imposición de una imagen del pueblo como un hecho clausurado. De otro modo, la fórmula podía ser modificada de esta forma: el pueblo del que cual formo parte es uno que no está definitivamente constituido. El derecho a lo popular efectivo equivaldría entonces a la capacidad de ese mismo pueblo a no quedar congelado en una identidad definitiva consigo mismo (aunque no sea más que por el derecho que todo pueblo tiene a cuestionar las formas en que las que queda paralizado frente a sus fracasos).

Arendt da la razón a Gershon Scholem cuando éste afirma la «íntima afinidad personal» de Walter Benjamin con Franz Kafka, a quien describió con palabras que habría podido dirigirse a sí mismo: «una vez que estaba seguro del eventual fracaso, todo le salía bien, como en un sueño». Solo la falta de expectativa en un ideal de adecuación al mundo hacía que las cosas le funcionen. Y aunque lo leyó con pasión, Benjamin no precisaba repetir a Kafka para pensar como él. Las grandes afinidades desbordan el juego de las influencias. De hecho Arendt encuentra una frase de Benjamin que podría perfectamente pertenecer a Kafka (y que vale más por haber sido escrita antes de sumergirse en la obra del checo): «sólo se nos ha dado esperanza por el bien de aquellos que no la tienen». Como sabemos, Benjamin se quitó la vida en la frontera de Francia con España, tratando de escapar de la Gestapo. Arendt se pregunta cómo podría haber sobrevivido -supuesto el caso de haber logrado llegar a EEUU- sin su biblioteca y sus manuscritos: ¿cómo iba a trabajar y ganarse el pan sin ellos? El propio Benjamin temía que su destino en Norte América fuera el de ser expuesto como «el último exponente europeo».

Esta proximidad entre Kafka y Benjamin es reforzada aún más por Arendt analizando un par de citas de cada uno de ellos. La primera de ellas es la entrada del diario Kafka del 19 de octubre de 1921. Allí dice: «cualquiera que no pueda arreglársela con la vida mientras está vivo necesita una mano para disipar un poco la desesperación sobre su destino… pero con la otra mano puede apuntar a aquello que ve entre sus ruinas, pues ve más y diferentes cosas que los demás; después de todo, está muerto durante su propia vida y es el real sobreviviente». El escritor como visionario extrae su verdad ante un mundo en destrucción. Como decía León Rozitchner sobre la América Latina derrotada: aquí el pensamiento verdadero es el pensamiento del sobreviviente.
La otra cita pertenece a una carta de Benjamin a Scholem del 17 de abril de 1931: «Al igual que alguien que se mantiene encima de una nave trepándose a lo alto de un mástil que se está derrumbando. Pero desde allí, tiene la oportunidad de dar una señal de rescate». La oportunidad de la salvación es de quien no se entrega al hundimiento general. Solo quien resiste emite señales visibles al futuro.

Al colocar en contigüidad una cita junto a la otra Arendt logra iluminar un carácter común en estas expresiones tan singulares, que emanan de experiencias personales distintas. Ese carácter común refiere a un mismo tipo de presentimiento sobre la “desesperación” y la “sobrevida”, y sobre el “derrumbe” y el “rescate”. Kafka y Benjamin son nuestros precursores, y bien nos valdría hacer de ellos una suerte de tradición propia. Con ellos podríamos sentirnos más acompañados a la hora de imaginar un pasaje, un movimiento que partiendo de un materialismo del desastre (la forma de lucidez más activa que pueda esperarse de este momento político) nos conduzca hacia un materialismo ensoñado. Esta última formulación es -de nuevo- del argentino León Rozitchner, para quien lo ensoñado de la materia humana era lo que permitía introducir desde la propia experiencia un recomienzo de la política. Recomienzo no de una política cualquiera, sino de una caracterizada por engendrar sentidos para este mundo arrasado, en pleno naufragio. 

Fuente: Pagina12

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