«Alejandro Nevski»: historias detrás de la Historia
Se trata no sólo de una película extraordinaria, plena de maestría, sino también de un exponente ejemplar de las tensiones que atravesaron a las realizaciones de Mosfilm según los vientos políticos que agitaban a la URSS. Desde este miércoles hasta el domingo 28, el ciclo en la sala Lugones estará integrado por nueve títulos producidos por los estudios Mosfilm a lo largo de sus cien años de existencia, que se cumplen en 2024.
La paradoja no deja de ser triste: Lenin, que con su “clarividencia genial”, como la denominaba Victor Serge, fue el primero en ver –como en tantos otros campos- las posibilidades del cine como el arte revolucionario por excelencia del siglo XX, no llegó a presenciar, por apenas unos días, el nacimiento de Mosfilm, el estudio cinematográfico que atravesó casi la totalidad de la historia de la Unión Soviética, que en la Rusia de hoy todavía sigue en actividad y que durante todo el 2024 celebra su centenario. Según la página web del estudio, Mosfilm –que continúa usando su emblema original: la estatua giratoria de la campesina con la hoz y el obrero con el martillo- existe oficialmente desde el 30 de enero de 1924, apenas nueve días después de la muerte de Vladímir Ilích Uliánov, a los 53 años.
Se calcula que en este siglo de vida, Mosfilm produjo más de 2.500 largometrajes de ficción, entre ellos muchos realizados por algunos de los mayores creadores de la historia del cine, desde Serguéi Mijáilovich Eisenstein hasta Andrei Tarkovski, pasando incluso por el japonés Akira Kurosawa, quien con el respaldo de Mosfilm hizo su célebre Dersu Uzala, ganador del Oscar 1975 al mejor film extranjero. Algunos de esos títulos son los que celebra ahora el ciclo titulado “Grandes clásicos del cine soviético – En el año centenario de los estudios Mosfilm” que comienza este miércoles en la Sala Leopoldo Lugones nada menos que con Alejandro Nevski (1938), de Eisenstein, la primera película sonora del director, un film de dimensiones sinfónicas concebido en colaboración con el compositor Serguéi Prokófiev .
Se trata no sólo de un film extraordinario en sí mismo, pleno de maestría cinematográfica, sino también –por sus vicisitudes de producción, por su contexto histórico, por la sombra omnipresente de la censura- de un exponente ejemplar de las tensiones que atravesaron a las realizaciones de Mosfilm y a sus creadores según los vientos políticos que agitaban a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Hacia 1937, cuando Eisenstein empezó a pensar en una película sobre un olvidado príncipe ruso del siglo XIII, el director ya no gozaba del reconocimiento oficial ni de la libertad creativa que había disfrutado en tiempos de La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1927), con la que se celebró el décimo aniversario de la Revolución bolchevique. Ya entonces, la complejidad formal de su cine, que apelaba a un montaje experimental que Eisenstein denominaba “dialéctico”, le había ganado cuestionamientos, incluso de figuras consideradas vanguardistas como el poeta Vladímir Mayakovski. Su película siguiente, La línea general (1929), también conocida como Lo viejo y lo nuevo, un canto a la colectivización campesina, encontró todavía mayores resistencias y tuvo una difusión muy limitada. Las acusaciones de “formalismo” se iban acumulando sobre Eisenstein.
Sus viajes a Occidente –a Europa y a Hollywood primero, donde se interiorizó sobre los avances del cine sonoro; a México después, donde rodó un film durante décadas inconcluso, ¡Que viva México! (1931-1932)- no hicieron nada por mejorar su imagen en su propio país. Las sospechas de “cosmopolitismo” se expandían como una mancha de aceite y Stalin mismo llegó a señalarlo, en una carta al escritor socialista estadounidense Upton Sinclair, como “un desertor”. Para cuando, sin embargo, Eisenstein regresó a la URSS, en mayo de 1932, se encontró con que en ese mismo momento se proclamaba como política oficial –desde la Literatúrnaya Gazeta y el Comité Central del Partido Comunista- el llamado “realismo socialista”, que estaba en las antípodas de la concepción teatral y cinematográfica del director.
Tres años tardó Eisenstein en volver a emprender un film y cuando lo hizo, con El prado de Bezhin, inspirado en un relato de Iván Turguéniev, la experiencia no pudo haber sido más traumática. El director fue acusado de “misticismo” por la Dirección General de la Industria Cinematográfica y su máximo responsable, Boris Shumyatsky, enemigo declarado de Eisenstein, mandó interrumpir el rodaje, para el que Mosfilm había destinado la suma de dos millones de rublos. El cineasta tuvo que publicar en la prensa un extenso, humillante texto de arrepentimiento, confesando sus errores de concepción, que llevaban al film “a una perversión de la realidad”. El metraje rodado fue a parar a un sótano de Mosfilm, que resultó inundado durante la Segunda Guerra Mundial, y del que recién entre 1965 y 1967 se pudieron recuperar algunos fragmentos.
Fue el mismo Shumyatsky, sin embargo, quien le dio la oportunidad a Eisenstein de “rehabilitarse” con un film que debía ser obligatoriamente patriótico, porque hacia 1937 el patriotismo había dejado ser en la URSS una desviación burguesa (como era considerado en el comienzo de la Revolución, cuando prevalecía el internacionalismo) y porque la sombra del expansionismo nazi ya comenzaba a amenazar varias fronteras.
De los personajes históricos que le fueron propuestos a Eisenstein, el director eligió a Alejandro Nevski, no sólo porque la historiografía soviética comenzó a trazar una nueva línea sobre la lucha centenaria de los eslavos contra la expansión alemana (llamada “Drang nach Osten”), de la que Nevski había sido un pionero, al impedir hacia 1242 una invasión de tropas de la Orden Teutónica. Lo que tentaba a Eisenstein, según su mayor exégeta, el historiador ruso Naúm Kleiman, era el hecho de que por entonces “sólo había unas pocas páginas sobre Nevski y nadie sabía nada sobre él”, lo que le daba la libertad de creación que tanto anhelaba.
No fue tan fácil como Eisenstein creía, sin embargo. Mosfilm puso a su disposición todos los recursos y medios de producción de los que disponía, pero también dos “comisarios políticos” para evitar cualquier tipo de extravío formalista por parte del cineasta: el escritor Piotr Andréievich Pávlenko (que llegaría a ser ganador de cuatro Premios Stalin de primer grado) en el guion y el realizador Dimitri Vasiliev (futuro merecedor de otros dos Premios Stalin), que en los créditos sigue figurando como codirector. Y a quien –todo hay que decirlo- el propio Eisenstein le reconoció haber encontrado una magnífica solución técnica para rodar en pleno verano la famosísima batalla sobre el hielo de la película, quizás el mayor ejercicio de virtuosismo de un film en el que las cumbres no escasean.
Había más desafíos por sortear. Todo el cine anterior de Eisenstein había sido mudo y coral: el cineasta nunca se había apoyado antes en la palabra ni en actores profesionales. Lo suyo era el “montaje de atracciones” (según su propia definición en un artículo teórico de 1932) y el cine de masas. Pero esos tiempos habían pasado y ahora la consigna oficial era revalorizar a los héroes individuales, por lo que para componer a Nevski fue convocado el apolíneo Nikolái Cherkásov, a quien Eisenstein luego volvería a recurrir como el protagonista de Iván el terrible (1944) y su continuación, La conspiración de los boyardos (1945).
Para la música, se llamó al compositor Serguéi Prokófiev, admirador de Eisenstein y con quien el director alcanzó un entendimiento absoluto. “Prokófiev es cinematográfico en el sentido particular de que permite a la pantalla mostrar no solo el lado visible y la esencia de los fenómenos, sino también su particular estructura interna”, elogió Eisenstein en uno de sus varios artículos teóricos dedicados al sonido y la música en el cine, a los que el director finalmente les terminó dedicando atención.
Esta simbiosis con Prokófiev impulsó el “éxtasis creativo” de Eisenstein, según describió la historiadora Marie Seton. El director tampoco resignó completamente su cine de masas: las escenas de batallas, de soldados y de pueblos arrasados por la guerra le permitieron equilibrar al héroe individual con la coralidad a la que Eisenstein estaba habituado. Completado en un plazo récord de poco más de un año, Alejandro Nevski fue estrenado en Moscú el 23 de noviembre de 1938 y fue un éxito que superó incluso al de El acorazado Potemkin, porque como había sucedido en su momento con el Potemkin ahora Nevski volvía a conectar con el espíritu de su época, tanto a nivel popular como oficial. Según Seton, “se dijo que Stalin palmeó a Eisenstein en la espalda, declarando: ‘Serguéi Mijáilovich, después de todo ¡eres un buen bolchevique!’…”
El propio Stalin –espectador consecuente de cine, que se hacía proyectar todas las noches en el Kremlin una o dos películas, entre ellas musicales de Hollywood- quizás tuvo mucho que ver con el éxito de público de Alejandro Nevski. En el capítulo “Autohumillación” de su autobiografía, titulada Memorias inmorales, Eisenstein recuerda que pese a la vigilancia de su coguionista Pávlenko, el libreto original incluía hacia el final la muerte de Nevski por envenenamiento, antes de regresar a su hogar. “Una mano que no era la mía trazó una raya de lápiz rojo después de la escena de la derrota sobre los alemanes. ‘El guion termina aquí –me transmitieron- ¡Un príncipe espléndido no puede morir!’…”. En una nota al pie, el traductor al inglés de esas memorias, Herbert Marshall, agrega: “El lápiz rojo fue blandido por el censor del partido, tal vez el propio Stalin”.
El triunfo en toda la línea de Alejandro Nevski trajo a Eisenstein nuevos honores y ventajas materiales (Stefan Zweig contó alguna vez, cuando lo conoció en Moscú en los años ‘20, que Serguéi Mijáilovich vivía en las condiciones más modestas imaginables). Con Nevksi se levantó de las profundidades de la humillación pública y se le concedieron todo tipo de honras, premios y títulos, entre ellos el de principal productor y director artístico de Mosfilm, el mismo estudio que había cercenado y sepultado su película anterior, El prado de Brezhin.
Paralelamente, su encarnizado enemigo político, el burócrata Shumyatsky, cayó en desgracia y no tardó en pasar por los llamados “juicios de Moscú”, las purgas desatadas por Stalin que hacia 1938 estaban en su apogeo. La noche del 17 al 18 de enero de ese año fue arrestado acusado de participación en una organización terrorista contrarrevolucionaria y el 29 de julio fue fusilado y enterrado en el campo de entrenamiento de Kommunarka, en las afueras de Moscú.
La historia, sin embargo, no termina allí. Después de la firma del pacto de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética (también conocido como Molotov-Ribbentrop), el 23 de noviembre de 1939, Alejandro Nevski fue prudentemente retirada de todos los cines de la URSS. A los que no tardó en volver, un año y medio después. El 23 de junio de 1941, tras el estallido de la que los rusos siguen llamando Gran Guerra Patria, Nevski se repuso con gran éxito y contribuyó a fortalecer la moral de la población frente a la brutal invasión nazi.
La Orden Soviética de Alejandro Nevski, establecida en 1942, representa el rostro no del propio Nevski, de quien no existía retrato alguno, sino de Nikolái Cherkásov, el protagonista de la película de Eisenstein, quien por entonces -todavía al frente de Mosfilm- preparaba en Alma-Atá, lejos del frente del combate, su díptico final, Iván el terrible y La conspiración de los boyardos, que iba a proclamar la imperiosa necesidad de mantener unido al territorio ruso. Pero esa es otra historia.
El ciclo dedicado a Mosfilm
Del miércoles 17 al domingo 28 de julio se llevará a cabo en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530) el ciclo denominado Grandes clásicos del cine soviético. El ciclo está integrado por nueve títulos producidos por los estudios Mosfilm a lo largo de diez décadas de existencia, con films de directores de la talla de Serguéi Eisenstein, Andrei Tarkovski, Akira Kurosawa y Nikita Mijalkov, en copias restauradas, e incluye la exhibición del largometraje de 2023 La Moscú clandestina, dirigido por Karén Shakhnazárov, actual director general de los estudios Mosfilm. El ciclo está organizado por el Complejo Teatral de Buenos Aires, dependiente del Ministerio de Cultura de la Ciudad, junto con Fundación Cinemateca Argentina y Mosfilm, y el auspicio del programa radial Pax Russika.
En 2024 los estudios Mosfilm, que en tiempos de la Unión Soviética fueron el principal pilar de la industria cinematográfica, cumplen cien años. El hecho es especialmente significativo porque los estudios Mosfilm fueron testigos de la historia del cine soviético prácticamente desde sus inicios. Hoy, diez décadas después de su creación, siguen trabajando de una forma diferente, volcados sobre todo hacia la televisión, pero han conseguido adaptarse a los nuevos tiempos y, en buena medida, superar los desafíos tecnológicos.
Mosfilm surge de dos productoras que trabajaban en el cine ruso en la segunda década del siglo XX, la de Alexander Janzhonkov, uno de los pioneros en el terreno del largometraje, y la de I. N. Yermolev. Cuando en 1919 el cine es nacionalizado, estas dos productoras pasan a manos del estado y, al crearse en 1922 Goskino (El Instituto Soviético del Cine), se convierten respectivamente en la primera y segunda empresa más importantes, que se unen al año siguiente en un solo estudio, inaugurado con la realización de En las alas, de Boris Mikhin, estrenada en enero de 1914. A partir de 1935, la productora comienza a llamarse Mosfilm y en 1947 aparece su emblema característico e inconfundible: la estatua giratoria de la campesina con la hoz y el obrero con el martillo.
Desde su creación, Mosfilm ha estado ligada a una cantidad enorme de películas –más de 2.500– que van desde los clásicos de la vanguardia soviética de los años veinte hasta las películas de Andrei Tarkovski y los hermanos Nikita Mijalkov y Andrei Mijalkov-Konchalovsky. La agenda completa del ciclo puede consultarse aquí: https://complejoteatral.gob.ar/ver/Grandes-cl%C3%A1sicos-del-cine-sovi%C3%A9tico