‘Valeria y los pájaros’, una obra que combina aires demodé y una impronta muy actual
La particular presencia escénica de Pepa Luna, actriz andaluza (Estepona, Málaga) afincada en Buenos Aires desde hace más de una década, define el aire algo «demodé» y al mismo tiempo muy actual de «Valeria y los pájaros», de José Sanchís Sinisterra, que el director Alejandro Giles maneja con esmero en la puesta y cuidado del tiempo en la sala Border.
Valeria comienza siendo un personaje «naif», una solitaria muchacha en momentos de abandonar su primera juventud, una soltera para siempre que acepta su situación mientras se dedica a inútiles traducciones al esperanto -aquel idioma artificial inventado por un polaco imaginativo a fines del siglo XIX, plena época precibernética- y por las noches se dedica a ejercer la memoria y recuperar a su manera los seres queridos.
La puesta la muestra como un ser emprendedor que pese a todo no pierde sus ganas de vivir, al tiempo que se transforma en cierta forma de «médium», capaz de discutir con alguien llamado Benito y que solo se manifiesta a través de golpes en algo metálico, mientras habla con su padre a través de un viejo teléfono a disco -la pieza fue escrita en 1995-, quizá con vida o quizá desde el Más Allá, ya que las interferencias son muchas.
Ese Más Allá se va apoderando de la acción, porque la obra es un unipersonal pero la protagonista escucha voces de personas que ya no están, que no sabe desde dónde se comunican y a quienes querría ver como fueron mientras vivían. Las voces que escucha en off pertenecen a reconocidos y reconocidas intérpretes del medio teatral argentino y la evolución entre los recuerdos de infancia consiste en voces inequívocamente peninsulares, hasta que un detalle sobre el final dará un brinco que es una clave, seguramente aportada por el director Alejandro Giles para que el remate fuera más intenso.
Pese a la aparente ingenuidad del personaje, el dramaturgo Sanchis Sinisterra -un autor notoriamente político- introduce historias paralelas que tangencialmente remiten a la Guerra Civil 1936-1939, con la consiguiente dictadura de cuatro décadas bajo el yugo de Francisco Franco, así como al trágico destino que acompañó a militantes populares a ambos lados del Atlántico.
Su carácter algo ingenuo le permite al personaje seguir su vida y sus relaciones quizás imaginarias con unas ínfulas existenciales que no caen en la melancolía manifiesta y mucho menos en estados de ánimo de personas que han perdido su entorno. Pepa se mueve con una vitalidad notable, escucha un aria cantada por María Callas en un viejo disco de 45rpm – luego se sabrá la razón-, en diálogo con su madre se prueba sus vestidos y discute con ella como una adolescente, y cautiva con sus movimientos gráciles, con el manejo de sus manos y el aire con que mueve sus prendas, recursos que no siempre están a mano para cualquier actriz.
Lo curioso del espectáculo es que nada de lo exterior se manifiesta; todo se reduce al minúsculo departamento donde Valeria dice disfrutar del canto de los pájaros -¿quiénes son esos pájaros?-; hay apenas una mesa con mínimos enseres y un viejo sostén donde se apoya el humilde tocadiscos que le ofrece a la Callas.
Pepa Luna es una actriz cabal, posee una exquisita pronunciación de origen, dulce y con sesgos de picardía -que ojalá no abandone nunca- y además es cantante y ejecuta algunos instrumentos de música, lo que le permite acomodarse en ese mecanismo de relojería que implica interactuar mientras sus interlocutores invisibles intervienen desde una pista sonora y por lo tanto inmutable. En 2022 intervino en «El palmeral» (Andamio ’90), también dirigida por Giles y no dejó de hacerse notar entre un elenco de valiosos elementos.
El año anterior se puso al hombro otro unipersonal, «De la raíz a la Luna» – de su autoría y con asesoramiento de Darío Bonheur-, donde con la ayuda de un pianista y un contrabajista repasaba su historia pueblerina, los mandatos de su padre, sus accidentados romances adolescentes y su llegada a la Argentina montada en su sueño de ser una mejor actriz. No fue lo único que hizo; ingresó en lo experimental y todo lo hizo bien.
Son excelentes y oportunos recursos los toques musicales de Brian Arévalo, que se suman a la acción sin perjudicarla – aunque por momento el volumen es demasiado alto y la actriz trabaja felizmente sin ninguna clase de micrófono, como debe ser en una sala de módico espacio-, así como la iluminación del propio Giles, que sabe calibrar aquellos momentos en que por cambios de vestuario la actriz sale de escena.
Según Giles, la participación de Luna en su raro unipersonal con voces no fue una elección sino una opción obligada: si bien para cualquier intérprete la soledad en escena es un temor acuciante, la potente Pepa era casi la única capaz de afrontar con su magia, su sonrisa velada, su mirada profunda y mediterránea, capaz de dominar la actuación con la tecnología, tan rígida ella.
Las voces que aparecen en off son las de Miguel Jordán (Padre y Miguelín), Carlos Romero Franco (Manso), Ana María Castel (Lupe) y Livia Ferran (Carolina) – fueron dirigidas por Giles en «Olga, Masha, Irina, Variaciones sobre Chéjov» (2019, Tandron)-, Claribel Medina (Amelia), Fernando Gonet (Carabermeja), Marcos Montes (Ponce), Emma Rivera (Pola) y Roberto Vallejos (Telmo, el de acento porteño).
Pese a su juventud, Giles, nacido y formado inicialmente en Mar del Plata, tiene una extensa trayectoria en el teatro, ya que muestra una mano muy atinada para crear climas poéticos, tanto en textos propios como en los ajenos, a los que sabe darle una pátina de nuevos recursos, sino que el espinazo de las historias clásicas pasen a categorías inferiores.