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cuáles probar de Sur a Norte

El vino siempre fue lugar. Solo que, como el lugar habla despacio, se tardó un poco en escucharlo. Hoy parece ser fácil criticar aquellos momentos, no muy lejos en el tiempo, en los que se premiaba la madurez extrema; cuando hablar de «mermelada de frutas» era sinónimo de excelencia. Es que a las uvas no solo se las dejaba madurar para que puedan alcanzar todo su potencial en términos de aromas, estructura y alcohol. También, se apelaba a otras prácticas que hoy, de solo escucharlas, muchos ingenieros agrónomos y enólogos, tiemblan. Estrés hídrico, raleo «extremo» y sangría, eran palabras cotidianas y aceptadas. 

Lo interesante es que estas prácticas dieron como resultado vinos que captaron la atención de críticos que no dudaron en asociar cualidades como la madurez extrema, la sucrosidad y la madera palpable como sinónimos de alta calidad.

De esto escribió bastante y bien Alice Feiring, quien se espantaba ante esa relación un tanto tóxica entre ingenieros agrónomos y vides y por cómo la madera se había convertido en un revoque grueso que tapaba cualquier destello de diversidad. En su libro «La batalla por el vino y el amor o cómo salvé al mundo de la parkerización», muchas de sus críticas a la industria bien podían aplicarse a lo que se hacía en la Argentina.

Pero si hay algo fácil es juzgar con el vino del lunes. Cualquiera gana una apuesta conociendo de antemano el resultado. Por eso es importante recordar de qué punto se partía: la Argentina venía de un consumo per cápita que en la década del ’70 llegó a superar los 90 litros per cápita. A los viñedos se les exigía volumen por sobre calidad. Eran desiertos verdes que tenían un único fin: alimentar una demanda prácticamente «cautiva», en un mercado donde casi no había que competir contra la cerveza o las gaseosas (agua saborizada directamente era un concepto que no existía) y en un mundo donde la siesta no había sido cancelada en pos de la productividad.

Entonces, se pasó de ese modelo de industria (que no debería juzgarse hoy en la comodidad de un sillón) a uno de mucho menos volumen, donde había más precisión, más cuidado, pero donde todavía al terroir todavía se lo seguía ahogando y tapando: antes con agua y con búsqueda de variedades de volumen; luego con muy poca agua y mucha madera tostada (incluso, llegó a haber en el mercado un vino «200% barrica»).

Son modelos. Y también son modas. Hubo consumidores felices a lo largo de las décadas. Algunos, por tomar un rico vino, sin complicaciones, sodeado y a precio acomodado. Otros, por sentir hasta flan con dulce de leche y caramelo (organolépticamente, no es un delirio, a veces aparece) en su Malbec con 16 grados de alcohol. Y no está mal. Al fin de cuenta, manda el consumidor. Pero no hay que dejar de recordar que la moda marca mucho el pulso en esta industria. Los vinos que recibían 100 puntos hace 25 años seguramente no pasen de los 80 puntos hoy. Y viceversa.

También, hay que ser muy relativistas en esta profesión. La búsqueda del «verdadero terroir» es un concepto que todavía está en construcción y que aún cuesta definir. De hecho, muchos de los grandes viñedos de Argentina se plantaron en zonas ultra pedregosas donde, sin la mano del hombre, sería imposible que crezca una planta de vid. Sumemos a esto el milagro del riego por goteo, o la capacidad de llegar con caños a 100, 200 metros de profundidad, para alimentar con agua zonas que de otra manera hoy no serían viables para la viticultura.

Vinos de lugar, vinos con carácter

Sin embargo, hay un hecho ineludible: el lugar, entendido como suelo y clima, le imprimen un sello indeleble a un vino, si a éste luego no se lo maquilla o se lo llena de fuegos de artificio. Y ese es el camino en el que hoy está embarcada la industria, luego del período donde lo que importaba era el volumen y tras aquellos años en los que la sobremadurez era la palabra de moda.

Todo es terroir. El tema es analizar cuáles son los «buenos terroirs». Y en ese «envase» llamado Argentina, entender y conocer los extremos es una buena forma de comprender la diversidad de esta industria, una diversidad que cada vez más se está construyendo sobre la frescura.

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El terroir define el carácter del vino

Y, aunque parezcan tan diferentes, dos terroirs tan extremos como los del Norte y los del Sur de Argentina se tocan bastante: la clave está en la latitud y la altitud.

Los vinos de los Valles Calchaquíes están más cerca del Ecuador que los patagónicos, pero compensan con el factor altitud, que garantiza temperaturas en promedio más bajas: se estima que cada 150 metros que se asciende de manera vertical, la temperatura desciende 1 grado.

En el caso de los vinos patagónicos, el factor clave es la latitud, con una frontera vitivinícola que hoy llega al paralelo 45º actualmente. La cuenta que hay que hacer es que por cada 10 grados que uno se aleja del Ecuador, la temperatura cae unos 6 grados, en promedio.

¿A qué ayuda esto? Ambas variables garantizan que se tengan, en general, noches bien frescas y, por lo tanto, una muy marcada amplitud térmica. El resultado es que la planta «descanse» durante la noche, lo que posibilitará que vayan confluyendo tanto la madurez fenólica como la madurez azucarina.

En otras palabras: que cada grano de uva alcance el nivel de azúcar ideal para ser convertido en alcohol, pero habiendo desarrollado, en paralelo, la complejidad de aromas y habiendo alcanzado la madurez de los taninos (que están principalmente en la piel), evitando así tener vinos verdes, asociados con una sensación rústica y demasiado astringente en el paladar.

Además, las noches frescas evitan que la planta trabaje de manera ininterrumpida y transpire, perdiéndose así parte de la acidez natural de la uva, esa acidez que evita que los vinos cansen y que, además, garantizan que puedan añejarse durante más tiempo. 

Por lo tanto, podemos afirmar que los vinos de los Valles Calchaquíes y de la Patagonia, no son tan opuestos como podría pensarse; hay un link en común: la altura o la latitud sur generan las condiciones para obtener vinos con buena complejidad de aromas y frescura natural, más allá del carácter indeleble y tan particular que le imprimen estas dos grandes regiones a los vinos.

Un viaje por los vinos del Sur

Es muy común hablar de «vinos de la Patagonia» como una unidad indivisible, como un todo. Sin embargo, sería caer en un reduccionismo que no le hace justicia a esta gran región, que ofrece exponentes desde La Pampa, hasta Chubut (incluso, hay un proyecto experimental de espumosos que está gestándose en Santa Cruz).

En la zona norte de ese extremo sur del vino argentino, una región clave es San Patricio del Chañar, en Neuquén. Un dato interesante es que se trata de una zona que hace poco comenzó a escribir su historia: las primeras plantaciones datan de 1997. La zona, alejada de la montaña (la zona se mueve entre los 300 y 415 metros sobre el nivel dle mar) y con buena irradiación solar, se ubica en los 38º latitud sur. La ubicación ayuda a tener un clima fresco en momentos críticos y también contribuye a la sana madurez de las uvas.

Allí, la bodega más emblemática y que, de hecho, le dio vida a la zona es Fin del Mundo. La novedad es que el equipo enológico está trabajando para alumbrar vinos cada vez más frescos y, también, cada vez más transparentes. Y, como parte de ese camino, vienen de obtener la certificación orgánica para un viñedo de 40 hectáreas, a partir del cual alumbraron este año la línea Organic Vineyard, conformada por un Malbec, un red blend y un Pinot Noir, que sirven como guía para entender el nuevo rumbo que está tomando la bodega comandada por Juliana Del Águila Eurnekian.

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Bodega del Fin del Mundo, emblema de San Patricio del Chañar

«Empezamos a trabajar este viñedo de manera orgánica hace siete años. En los últimos cuatro, durante el proceso de certificación, ya se empezaban a notar los cambios en el viñedo, dando uvas de gran intensidad en sabor y color. Nuestro primer vino fue de la cosecha 2021 y lo repetiremos todos los años», afirmó Ricardo Galante, enólogo de Bodega Del Fin Del Mundo.

El Pinot Noir, símbolo de la Patagonia, no está siempre obligado a entregar notas de sotobosque u hongos. Esta variedad puede ir muy cómodamente por el camino de las frutas rojas, como esta etiqueta, de la mano de una paleta simple y directa. En boca, en tanto, este vino se muestra fluido y se apoya en una linda acidez, que no incomodará a ningún paladar, pero con la fuerza suficiente como para darle empuje.

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Un viaje al sur, de la mano de una copa de vino, no puede no tener como escala al Alto Valle de Río Negro. Suena llamativo, pero está a unos pocos minutos de viaje en auto desde San Patricio del Chañar pero tiene 90 años más de historia.

En efecto: la primera bodega en establecerse en esa zona de la provincia fue Humberto Canale. La historia de esta provincia es muy rica en esta industria. De hecho, llegó a posicionarse durante 50 años como la tercera provincia productora, detrás de Mendoza y San Juan.

Buena luminosidad, escasas precipitaciones, vientos regulares y gran amplitud térmica son condiciones que allí permiten obtener uvas con excelente nivel de sanidad y de gran calidad.

Patagonia es sinónimo de Pinot Noir pero también, de Merlot. Río Negro ocupa el cuarto lugar en cuanto a superficie plantada con esta última variedad, con unas 220 hectáreas (Neuquén está en el tercer puesto, muy cerca, con 239 hectáreas).

Sin embargo, hay una historia bastante trágica por detrás de esta variedad (siempre hablando de vinos, claro). Sucede que Río Negro llegó a albergar más de 360 hectáreas de Merlot, como sucedía allá por 2006. ¿A qué obedece ese desplome de casi 40%? Si hablábamos de los vaivenes de la moda, aquí hay un gran ejemplo.

En 2004, la comedia dramática Sideways (conocida en el mundo hispano como «Entre copas») se encargó de bastardear al Merlot a través de uno de sus protagonistas y, en contraposición, se puso en el pedestal al Pinot Noir. La película casi que convierte al Merlot en un meme y a partir de allí, todo es historia: el consumo de esta variedad se vino a pique y muchos productores comenzaron a erradicar hectáreas para ir más a lo seguro. Es paradójico que haya ocurrido esto considerando que uno de los vinos franceses más emblemáticos y más caros del mundo, como Petrus, se elabora con uvas Merlot. Pero la moda puede ser tirana con el resto de los mortales.

Siempre se está hablando del renacimiento de esta variedad, pero es algo que no termina de plasmarse en las estadísticas. Por eso es digno de destacar cuando una bodega apuesta y decide salir al mercado con un nuevo Merlot. Tal es el caso de Antigua Bodega Patagónica, un establecimiento del Alto Valle de Río Negro que comenzó a escribir su historia en la década de 1950 (bajo el nombre de bodega Glanz) pero que, luego de sucesivas crisis, permaneció cerrada durante 25 años.

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Antigua Bodega Patagónica, un proyecto familiar en el Alto Valle de Río Negro

Hoy es un emprendimiento familiar dirigido por Carlos Banacloy, su esposa Rosana Venchi y sus dos hijas, una de las cuales está estudiando enología. Ellos, bien a pulmón, están por alumbrar un Merlot bajo la marca «Un», que se luce con notas de frutas rojas y negras, junto a un trazo especiado y fresco y que en boca muestra taninos firmes, rica acidez y un largo final.

Lo interesante es que la frontera vitivinícola de la Patagonia se ha ido ampliando con la entrada en escena de Chubut, que hoy cuenta con cerca de 140 hectáreas de viñedos pero con vistas a duplicar esa superficie en el corto plazo. Un dato elocuente: hace 15 años en Chubut no se producía una sola botella de vino y hoy trabajan en esa provincia unas 11 bodegas.

Y en esta tierra de vinos heroicos, uno de los proyectos más emblemáticos es Otronia: actualmente posee unas 51 hectáreas con un manejo 100% orgánico, divididas en dos fincas donde hay plantadas variedades como Chardonnay, Riesling, Pinot Grigio, Pinot Blanco, Torrontés, Gewürztraminer, Pinot Noir y Malbec.

Para tener una buena referencia, hasta hace unos años, una bodega de Central Otago, en la parte sur de Nueva Zelanda, llamada Grasshopper Rock, había obtenido el récord del viñedo más austral del mundo, ubicándose en el paralelo 45º25’S.

Sin embargo, Otronia se ubica justo por debajo: en el paralelo 45º31’S. Una salvedad: en Chile está avanzando un proyecto en el paralelo 46º32’S, en la región de Aysén, un poco más al sur todavía. Pero por el momento es un proyecto experimental, desarrollado por el Instituto de Investigaciones Agropecuarias de ese país. Lo mismo sucede con un proyecto de espumantes en Caleta Olivia, Santa Cruz, por debajo del paralelo 46º. 

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Otronia, el proyecto de vinos más extremo del mundo 

Por lo tanto, Otronia es por ahora el proyecto de vinos comerciales más austral del mundo. Y más datos hablan de lo extremo del lugar: los vientos pueden alcanzar los 100 kilómetros por hora (por eso usan mallas antigranizo en forma vertical) y los registros marcan que es el viñedo más frío de Argentina, con temperaturas de hasta -14° en invierno.

Y un gran exponente para conocer esta bodega es 45° Rugientes Pinot Noir. A partir de ese terroir tan extremo, el enólogo Juan Pablo Murgia entrega un Pinot Noir de gran carácter varietal, que premia con notas de frutas brillantes, crujientes y una ligera pincelada especiada. En boca es largo, con una acidez que se siente de punta a punta, pero que está bien ensamblada, sin estridencias, mientras que su peso se apoya en taninos suaves. En su medio de boca se luce con más de esa fruta roja en alta definición. Un Pinot Noir que activa los sentidos y, muy importante, nunca pierde la elegancia.

«El clima extremo debido a las bajas temperaturas, los fuertes vientos y la intensa luminosidad conducen a una expresión muy singular de esta variedad tan especial logrando un carácter frutal, complejo y elegante a través de un vino de características únicas. El suelo compuesto por rocas y arcillas, los vientos permanentes y el clima seco garantizan una producción de uva orgánica libre de enfermedades», resume Juan Pablo.

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Un viaje por los vinos del Norte

La puerta de entrada hacia los Valles Calchaquíes es Tucumán, una provincia que estuvo a un paso de caer del mapa vitivinícola: hace algunas décadas, de la mano de los múltiples cambios en el negocio y de las sucesivas crisis, el sector casi se extingue, a punto tal que en 2002 apenas se llegaban a contar 18 hectáreas para todo el territorio.

Sin embargo, la historia tiene un desarrollo feliz: según los últimos datos del Observatorio Vitivinícola, hoy en Tucumán hay registradas 128 hectáreas de viñedos. Si bien es muy poco (representa el 0,06% de la superficie nacional), son vinos que hablan de emprendedurismo y garra.

Una figura que clave en este resurgir de los vinos de Tucumán es la bodega Altos La Ciénaga, un proyecto 100% familiar al que le pone cuerpo y alma Rolo Díaz, quien tiene una conexión emocional con su tierra y con lo que embotella a partir de ella.

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Rolo Díaz, el enólogo que ayudó a poner nuevamente en el mapa a los vinos de Tucumán

Actualmente, Rolo está produciendo vinos a partir de dos fincas: una en Colalao del Valle, a 1.800 metros sobre el nivel del mar, y otra ubicada en Paraje La Ciénaga, a 2.300 metros de altura y de donde provienen sus vinos más emblemáticos. Se trata de una finca de difícil acceso, dado que en un tramo el camino se vuelve una huella que puede volverse intransitable algunas veces al año por uno de los ríos que la atraviesa.

«Es un terroir muy particular. Los suelos presentan muy bajo contenido de materia orgánica y con predominio de las texturas arenosas y arcillosas, junto a componentes calcáreos. Esto, junto con el clima, nos permite obtener frutos de gran calidad y de gran sanidad, sin que sea necesario aplicaciones de agroquímicos», subraya el enólogo.

Un buen exponente para conocer este terroir es Altos La Ciénaga Tannat Shiraz Malbec 2020. Este blend que conjuga tres variedades y entrega en nariz una paleta cargada y compleja, sumando capas con notas de ciruelas, higos y bayas negras, además de muchas especias y ese toque del Syrah que, en este caso, aporta un carácter cárnico y un perfil bien balsámico. En boca se luce con un paladar pleno pero de avance compacto, taninos rugosos que se van afinando y un buen graso (sin ser sucroso). Acompañando esa explosión aromática, con una fruta que se vuelve más negra, aparece una rica acidez que sostiene su final.

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Un viaje por los Valles amerita desviarse hacia el oeste, hasta llegar a Catamarca. Allí, más precisamente en el departamento de Santa María, a 2.000 metros sobre el nivel del mar, crece uno de los viñedos más especiales de Argentina: Chañar Punco, de Bodega El Esteco, que cuenta con la dirección enológica de Alejandro Pepa.

El viñedo comenzó a plantarse en 1998 y hoy alcanza las 260 hectáreas. Además, levantaron una bodega con tecnología de última generación, con capacidad para 5,5 millones de litros.

En diálogo con iProfesional, Claudio Maza, enólogo de Bodega El Esteco, destaca que «los suelos en Chañar Punco son pedregosos, con componentes calcáreos y muy poco limo. El clima es parecido al de Cafayate, pero un poquito más radical: en Catamarca las temperaturas altas son un poquito más altas y las mínimas, un poquito más bajas. Además, el viento es más intenso y esto, junto con los suelos, que tienen muy poca retención de agua, ayuda a tener una sanidad importante».

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Chañar Punco, un viñedo extremo ubicado en Catamarca

El vino más emblemático de este terroir de los Valles Calchaquíes es Chañar Punco Blend. La cosecha 2016 es de una arquitectura compleja, dado que conjuga un 62% de Malbec, con diferentes tipos de fermentación: un porcentaje fue a huevos de concreto y otro, a tanques de acero; además, los enólogos utilizaron un porcentaje de racimos enteros y usaron las propias levaduras indígenas del viñedo; post fermentación, el vino se crió en barricas de hasta 300 litros. El Cabernet Sauvignon, que sumó un 28% al corte final, fermentó en tanques y también tuvo crianza posterior en barricas de diferentes usos. Finalmente, el 10% se completó con Merlot, fermentado en tanques de acero, con levaduras nativas y sin racimo entero.

El resultado es un blend que suma capas, con una fruta entre roja y negra, sanamente madura, que se sobrepone a la madera. Aparecen las especias, los toques herbales y un recuerdo que roza lo pirazínico. En boca es largo, de paladar pleno. Es un vino con músculo pero también con hueso: esa frescura que corre por debajo, que lo hace bien bebible. Tiene el ADN del Norte y eso se traduce en un perfil sabroso, con toque graso, pero sin llegar a ser sucroso. La madera está pero, como decíamos se integra muy bien, frente a una materia prima que reclama su protagonismo.

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Y no se puede hablar de los Valles Calchaquíes sin mencionar a un viñedo icónico del NOA: Altura Máxima, de Bodega Colomé, y que fue el resultado de un largo proceso de prueba y error. Ubicado en la zona de Payogasta, en Salta, marcó un hito en la vitivinicultura nacional al ser el primero en superar la barrera de los 3.000 metros sobre el nivel del mar.

Allí, exactamente a 3.111 msnm, la bodega que hoy está comandada enológicamente por Thibaut Delmotte, cuenta con 25 hectáreas plantadas con Malbec, Sauvignon Blanc y Pinot Noir.

Para tener una referencia, es una altura que casi cuadruplica a la de San Rafael, en Mendoza. Y si bien esta marca histórica fue superada (primero, por un viñedo en la Quebrada de Humahuaca, Jujuy, emplazado a 3.329 msnm y luego por un viñedo experimental en el Tibet, a 3.563 msnm), no deja de ser uno de los viñedos más emblemático de Argentina.

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Altura Máxima, el viñedo que rompió el techo de los 3.000 metros sobre el nivel del mar

Un dato clave es que, a esa altura, la radiación solar puede llegar a ser un 35% superior a la que se registra a nivel del mar. Y esta variable contribuye a tener pieles más gruesas, como respuesta de la planta a ese estímulo. Y dado que en las pieles está el color y están los aromas, los vinos que allí nacen alcanzan una intensidad y una profundiad únicas. Esto, de la mano también de la marcadísima amplitud térmica, del orden de los 22º, que contribuye a ese efecto «stop and go», tan necesario para obtener vinos complejos y de sana madurez.

Sin embargo, alcanzar esa marca no fue simple. Los primeros ensayos datan de 2003, cuando el fundador de la bodega, Donald Hess, experimentó con unas pocas hileras, hasta que pudo determinar qué variedades podían sobrevivir y, muy importante, qué cuidados necesitaba cada planta para que no sucumbieran al clima tan extremo.

El propio Thibaut explica que las condiciones extremas no permiten plantar cualquier cepa y que, al momento de la cosecha, hay que cruzar los dedos para que las heladas no arruinen la vendimia. Además, recalca que al viñedo no se le puede exigir mucho, logrando en años buenos apenas 4.000 kilos de uva por hectárea, apenas un 40% del rendimiento que se puede lograr en un viñedo más tradicional.

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La línea Altura Máxima se inició con un Malbec, para luego completarse con un Pinot Noir y un Sauvignon Blanc. En el caso del Malbec, se trata de un vino intenso y profundo, con mucha fruta roja y negra; sus capas suman trazos florales y herbáceos. En boca es jugoso y de rica textura. Se apoya en una acidez marcada pero muy bien ensamblada. Es largo, potente pero elegante. Tiene la virtud de nunca cansar. Una joya.

Cada uno de estos vinos habla de lugar pero también, de una historia de visionarios y de pioneros. Si querés viajar, buscá tu ticket: tiene el formato de una botella de 750 ml.

Fuente: iprofesional.com

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