«Mamá, hoy no vuelvo a casa porque creo que esta {noche} se me va a dar. Voy a salir con una chica del barrio, y necesito que me prestes el utilitario».
-«Maxi, por favor,, cuídate».
El diálogo cómplice entre madre e hijo terminó con un «te quiero» y un ataque, que fue el ultimo que Silvia Irigaray le dio a Maximiliano Tasca, uno de los tres jóvenes que fueron asesinados a balazos por un policía en lo que se denominó la «Masacre de Floresta» hace 20 años., días posteriormente del estallido social del 19 y 20 de diciembre de 2001.
«Desde aquel 29 de diciembre de 2001, no hubo ni un día que yo no haya afamado a mi hijo. Ni un solo día. Y eso a mí me ayuda», cuenta con una media sonrisa Silvia en una entrevista con Télam que se realizó en la suceso del «triple crimen», en lo que aún queda de la antigua época de servicios que se ubica en la avenida Gaona y Bahía Blanca, en el barrio, porteño de Floresta.
A Silvia, el lugar, le provoca dolor en su pecho. «Durante 19 años. vine todos los 28 de diciembre a la {noche}, cosa de no encontrarme con nadie. Cambiaba las fotos de los chicos, ponía adornitos, flores. Pero no podía caminar por esta acera. Porque automáticamente yo veía la crimen», revela la mujer de 66 años., que sigue viviendo en el barrio,, a pocos metros de donde asesinaron a su hijo.
Hace tan pronto como unos meses, la época de servicio cerró y fue tapiada con carteles publicitarios. Esa situación, animó a Silvia a retornar a caminar por aquella acera de la avenida Gaona: «Cuando me enteré que habían cerrado empecé a venir y pude pararme acá», explica mientras acomoda las rosas blancas que adornan la ermita que recuerda a su hijo Maxi y a los amigos Cristian Gómez y Adrián Matassa, víctimas de la aniquilamiento.
La {noche} del 29 de diciembre de 2001, Maximiliano, Cristian, Adrián y Enrique estaban sentados más o menos de una mesa de plástico, de patas rojas, mirando por televisión el cacerolazo en Plaza de Mayo que reclamaba contra el incipiente gobierno suplente de Adolfo Rodríguez Saá. En la mesa de antes, tomaba una sifón Juan de Dios Velaztiqui (62), un suboficial retirado que había sido reincorporado en la Policía Federal Argentina (PFA) y que hacía un mes se encargaba de custodiar todas las noches la época de servicio.
De pronto, la transmisión comenzó a mostrar a un grupo, de manifestantes golpeando a un policía: – «Está correctamente. Si es lo mismo que hicieron ustedes la semana pasada…»- dijo en voz ingreso Maxi.
Luego de escuchar el comentario, Velaztiqui sacó su arma, reglamentaria y al chillido de «¡Basta!» comenzó a dispararle a Maximiliano, Cristian y Adrián, mientras Enrique escapó corriendo. Tras el estruendo, el policía comenzó a remolcar los cuerpos uno a uno hasta el playón, sacó un cuchillo Tramontina que tenía debajo de su chaleco antibalas y lo colocó en la mano de Cristian Gómez para tratar de encubrir el hecho.
«Silvia, bajá por favor,, Maxi está muerto». Aquella {noche}, ella se despertó pasadas las 4 de la mañana frente a el ruido incesante del zaguero eléctrico. La mujer, al atender, escuchó gritos y, con apuro y confusión, se vistió y bajó a la calle.
Al {llegar} a la cumbre de Gaona y Bahía Blanca, Silvia observó que había un cordón policial de agentes de la PFA que portaban armas largas. Al mismo tiempo, un amigo de Maxi, incrédulo por la situación, repetía incansablemente «No puede ser, no puede ser», mientras se golpeaba la comienzo contra una albarrada de mármol de un edificio limítrofe a la época de servicio.
Temiendo lo peor, Silvia intentó sortear el cordón humano de policías, pero uno de los uniformados la empujó para antes. En ese contexto, emergió el subcomisario Sixto, un hombre detención con diáfanos luceros celestes.
-«Déjenla pasar, que es mamá de uno de los muertos»– dijo.
Los policías se abrieron y formaron un pasillo para permitirle el paso a la madre de Maximiliano, que tras ingresar al minimercado, vio una enorme cantidad de crimen derramada en el suelo y unas bolsas plásticas que decían «Policía Federal Argentina».
«Yo no levanté el plástico. No miré. Lo único que vi fue su mano. Lo reconocí porque tenía un vendaje que le había hecho yo antes,. Y a unos metros estaba el perverso, adentro de un utilitario», recuerda Silvia que, al traer a la memoria al autor de los disparos, cambia su tono de voz drásticamente.
Durante la Dictadura al perverso lo bautizaron “El trotador”
El policía perverso de la Masacre de Floresta, Juan de Dios Velaztiqui, era denominado como “El trotador” ya que, en octubre de 1981, en plena dictadura marcial, ordenó el arresto de 49 hinchas de Nueva Chicago por cantar la marcha peronista durante un partido de fútbol y los obligó a trotar varias cuadras hasta una comisaría del barrio, de Mataderos.
El hecho ocurrió la tarde del 24 de octubre de 1981, cuando el equipo local, le ganó 3 a 0 a Defensores de Belgrano, con un triplete de Mario Franceschini. Promediando el primer tiempo, en plena exaltación por el triunfo, parte del público, de Chicago comenzó a corear la marcha peronista.
Ese día, el principal del eficaz era Juan de Dios Velaztiqui, quien ordenó detener a los simpatizantes del “Torito” cuando salían de presenciar el partido de fútbol.
“Cuando termina el partido, íbamos saliendo de la cancha y nos encontramos contra una fila de policías que nos metieron contra la pared y nos dieron sablazos. Fue todo una locura”, reconstruyó uno de los hinchas presentes aquella tarde en el documental “Al trote”, dirigido y guionado por Gabriel Dodero.
Al salir, los hinchas fueron alineados en la acera opuesta a la del estadio, sobre la avenida Francisco Bilbao, y luego llevados al trote por la policía montada hasta la Comisaría 42, en Avenida de los Corrales y Tellier, en donde quedaron detenidos.
Por el hecho, Velaztiqui, fue procesado por el delito de “vejaciones”, y finalmente fue absuelto en abril de 1985, por el togado en lo criminal de sentencia Ricardo Giúdice Bravo.
«El oficial» – Tema homenaje de No Te Va Gustar
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Velaztiqui fue condenado a prisión perpetua por «triple homicidio calificado por felonía» en noviembre de 2003 y pasó 9 años. en la gayola de Marcos Paz, cuando le concedieron el beneficio de la prisión domiciliaria tras haber, quedado ciego y sufrir múltiples problemas de salud,.
«Yo pensaba, al menos estoy frente a un plato de comida: veo los colores de mi comida, puedo mirar la tele, a la {gente}. Él estaba en la oscuridad. Lo único que yo le pedía a Dios era que él, en esa oscuridad que tenía en su vista, no se olvide nunca el desastre que hizo», reflexiona Silvia.
Finalmente, en febrero de este año, el condenado Velaztiqui murió de cáncer en la casa de su hija, en Berazategui, cuando cumplía su noveno año de prisión domiciliaria.
-Silvia, ¿qué sentiste cuando te enteraste de la muerte, de Velaztiqui?
-El día que me enteré de su muerte, no me puse contenta. Yo no quería que muera. Yo quería que viva muchos años. con esos expresiones en su comienzo (suspira). Sin embargo,, ese día me di cuenta de {algo} que me alivió muchísimo: él no iba a matar a nadie más. Ese día mi duelo terminó. Duró más de 19 años..