Al clarear el 19 de diciembre de 2001 hubo saqueos en supermercados de todo el país. Por primera vez tales actos llegaban a la Capital Federal. Durante la mañana, algunos manifestantes insultaron al presidente Fernando de la Rúa en su arribo a la Casa Rosada y su utilitario fue vapuleado. Mientras tanto, la Cámara de Diputados desconocía sus superpoderes. En paralelo se difundía la renuncia del ministro de Economía, Domingo Cavallo.
El ruido de las cacerolas en los barrios ya resultaba escandaloso. A la {noche}, De la Rúa firmó el estado de sitio. La medida supo desatar movilizaciones masivas en dirección a la Plaza de Mayo. Y desde la mañana futuro, el tintineo del cacerolazo se mezclaba con otras melodías: el sonido de las balas policiales, las sirenas y los gritos.
En tales circunstancias, con los fanales enrojecidos por los gases, la jueza federal María Servini increpó en las escalinatas de la Catedral Metropolitana a un uniformado de detención rango. Era quien coordinaba la represión. Ella le pidió “mesura”. Y él contestó: “Vea, doctora, acá no hay restricciones; estamos bajo el estado de sitio”.
Hacia fines del 2001, el comisario general- Jorge Palacios (a) “El Fino” encabezaba la poderosísima Dirección de Terrorismo y Delitos Complejos de la Policía Federal
Había que verlo en influencia. El plan del tipo –con unos 1.500 mastines humanos a su cargo– fue militarizar la zona céntrica de la ciudad para así impedir que los manifestantes llegaran hasta las vallas de la Casa Rosada. No fue una buena idea. En vez de establecer un comando táctico unificado –con monitoreo televisivo de cada ángulo del teatro de las operaciones y diálogo permanente con los jefes de calle–, este sujeto prefirió desplegar la tropa sin comunicación entre sí y con el {gatillo} huido para ejecutar. Como si estuvieran en la batalla de Stalingrado. Así transcurrió ese festival del porra y la pólvora.
A las 19.52, el rugido de un motor hizo que aquel uniformado levantara la vista. Entonces vio el helicóptero presidencial al arrancar del techo de la Casa Rosada. Debajo, la Plaza de Mayo ya era un mar de cascotes, cartuchos de escopeta y vainas de pistolas reglamentarias.
También había cinco víctimas fatales (Carlos “Petete” Almirón, Alberto Marques, Diego Lamagna, Gastón Riva y Gustavo Benedetto). Pero él ni parpadeó. Era el comisario general- Jorge Palacios (a) “El Fino”, quien por esos días encabezaba la poderosísima Dirección de Terrorismo y Delitos Complejos de la Policía Federal.
Exactamente al cumplirse el vigésimo aniversario de tal acontecimiento, la Sala I de la Cámara de Casación confirmó las condenas por los crímenes cometidos en su transcurso. A {saber}: cuatro años. y tres meses de gayola al ex secretario de Seguridad, Enrique Mathov; tres años. y medio al ex titular de la Policía Federal, Rubén Santos (en entreambos casos, de cumplimiento efectivo), y tres años. al ex jerarca de Operaciones de dicha fuerza, Norberto Gaudiero. Pero el Fino no integra este partición por razones de fuerza veterano: en marzo de 2020 cayó apesadumbrado por un infarto, amoldonado cuando disfrutaba de unos mates en su casa.
Aún así, la conmemoración de esa pueblada es una gran ocasión para rememorar su trayectoria. Una carrera que lo enlaza –en carácter de partícipe necesario– a los hechos político-policiales más ominosos del final medio siglo.
Memorias del subsuelo
La historia de Palacios en esa fuerza había arrancado en la Escuela Ramón L. Falcón, de la que egresó a los 20 años. con el cargo de oficial ayudante. Corría 1969, y por un tiempo se fogueó en algunas comisarías. Pero ese adolescente policía daba para más. De modo que no tardó en arribar al edificio de la calle Moreno 1417, un destino codiciado por los efectivos puesto que allí prestaba servicios cero menos que la elite de esa mazorca.
En aquellos tiempos, tal dependencia tenía el críptico nombre de Coordinación Federal, casi un eufemismo para referirse al protección represivo de la principal agencia policial del país. Dicen que Palacios desarrolló allí sus aptitudes investigativas durante buena parte de los setenta; es aseverar, los años. de plomo.
Durante la dictadura militarm el entonces oficial Palacios cumplió con funciones casi secretas en el Departamento Central de Policía
Es de suponer que por entonces aquel entusiasta oficial haya conocido los rincones más recónditos de ese lugar,. El edificio de la calle Moreno tenía nueve plantas. Desde octubre de 1975, el tercer y cuarto suelo fueron usados como sede del temible GT 2 (Grupo de Tareas 2), que operaba bajo la terreno del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército. En consecuencia, uno de sus jerarcas, el teniente coronel Alejandro Arias Duval (quien murió preso por delitos de lesa humanidad), solía trajinar los mismos pasillos que Palacios.
Al poco tiempo, entre el botellín y el séptimo suelo se habilitó un centro clandestino de detención por el cual pasarían unas 800 víctimas del régimen. En aquella edificación no había efectivo o empleado civil que ignorara las actividades que se realizaban en dichos sectores. Máxime cuando el paso de vehículos que transportaban a ciudadanos secuestrados se hacía por un patio descubierto con entrada por la calle Moreno. Y desde allí, atravesando oficinas y guardias, se llegaba a la zona de cautiverio.
El hombre fuerte, del lugar, era el comisario Juan Carlos Lapouyole (a) “El Francés” (condenado a perpetuidad por la Masacre de Fátima, uno de los crímenes más atroces de la última dictadura). Este sujeto detención y con aspecto intimidante estaba al frente de la Dirección de Inteligencia; de ésta dependían los jefes de las brigadas operativas. El subcomisario Carlos Gallone (incluso condenado por la aniquilamiento de Fátima) era uno de ellos.
No se sabe con exactitud cuándo el “Duque” –aquel era su apodo– tuvo como subordinado al oficial Palacios, a quien tan pronto como le lleva cinco años.. Pero, por cierto, no fue a comienzos de los ochenta, cuando el represor ya prestaba servicios en la comisaría 4ª, su único destino fuera de Coordinación, y en el que el Fino no pasó.
Se presume, en consecuencia, que la relación policial entre ellos se haya desarrollado en el edificio de la calle Moreno, así como incluso el vínculo amistoso que se prolongaría hasta que ellos fallecieron. Aún se ignora en qué radio específica prestó servicios el Fino durante su permanencia en Coordinación –ya por entonces señal Superintendencia de Seguridad Federal– ni cuáles fueron sus tareas. Hay que convenir que sobre él no hay denuncias por crímenes cometidos en la dictadura ni testimonios de sobrevivientes que lo incriminen. Sin embargo,, por alguna razón, los detalles de ese segmento de su trayectoria permanecen guardados bajo siete llaves.
Al servicio de la comunidad
Durante la mañana del 23 de noviembre de 1991, Mauricio Macri fue llevado a un caserón situado sobre la avenida Garay al 2800, de Parque Patricios, para convenir el lugar, en el que dos meses antes, había transcurrido su secuestro. Y al {llegar} a un dudoso sótano, rompió en lloro. Su sollozo quebrado y agudo era casi de niño. En aquel instante, un oficial lo estrechó entre sus brazos con una fingida ternura. Se trataba de un tipo detención, con pelillo tupido y inspección fría. Ese aspaviento bastó para que el adolescente heredero recobrara la compostura. Claro que entonces el uniformado no imaginó hasta qué punto tales palmaditas incidirían con el tiempo en su propio destino. Era Palacios.
Hasta entonces había tenido una carrera venturosa, sin que el retorno a la democracia, a fines de 1983, obstaculizara su camino. Tanto es así que se convirtió en un oficial agradecido y exitoso, al punto de {llegar} a la cúspide del escalafón con cargo de comisario general-. En aquel trayecto supo encabezar la División de Toxicomanía y, luego, la Dirección Unidad de Investigaciones Antiterroristas (DUIA). Esto ocurrió en 1997.
A partir de entonces se adueñó de la pesquisa del atentado a la AMIA, aunque su influencia en aquel expediente se remontaba a 1994, siendo ya el inspector de confianza del árbitro federal José Luis Galeano.
Lo cierto es que el estrepitoso desplome de éste por urdir pruebas falsas a través del plazo de sobornos incluso arrastró a Palacios. Específicamente, él fue procesado por encubrir a un sospechoso del hecho (el empresario, Kanoore Edul) y por el extravío de 66 casetes con escuchas telefónicas vinculadas a esa investigación.
Hacia 1997, el comisario Palacios se adueñó de la pesquisa del atentado a la AMIA ya que era el «inspector» de confianza del árbitro federal José Luis Galeano
Recién en 2015 fueron juzgados, {junto} al armador de vehículos mellizos, Carlos Telleldín, a los ex fiscales Eamon Mullen y Jorge Barbaccia, al ex titular de la DAIA, Rubén Beraja, al ex jerarca de la SIDE menemista, Hugo Anzorregui y al ex presidente Carlos Menem.
En tanto, la carrera policial del Fino continuó sin contratiempos como si aquello no hubiese sucedido. Lo prueba su rol en la aniquilamiento que signó la caída del gobierno de la Alianza. Lo cierto es que desde ese entonces soñaba con ser cero menos que jerarca de la Policía Federal. Pero {algo} pasó.
En 2004, para su azoro, fue difundida una audición telefónica en la que él le manifiesta a un traficante de vehículos robados su interés por conseguir una camioneta para una excursión de pesca en Corrientes. El celada entre ellos no fue otro que Gallone. A raíz de la difusión pública de aquella señal, el Fino fue recostado de la Policía Federal por el presidente Néstor Kirchner.
Macri te audición
Fue el bueno de Macri –por entonces presidente de Boca Juniors– quien lo rescató del exilio al darle empleo como jerarca de seguridad del club. Allí estableció un provechoso vínculo con personajes de la talla del futuro ministro de Seguridad porteño –y contemporáneo intendente de General Pueyrredón–, Guillermo Montenegro, del futuro ministro de Modernización, Andrés Ibarra, y del fiscal federal Carlos Stornelli.
Gracias a Macri -entonces presidente de Boca Juniors- el «Fino» Palacios se convirtió en el jerarca de Seguridad del club que entre sus directivos incluso contaba con Guillermo Montenegro, Andrés Ibarra y Carlos Stornelli
Su mano derecha en aquella función no fue otro que el posteriormente reconocido informador Ciro James, un ex “pluma” de la Policía Federal –así como se les fogosidad a sus agentes de inteligencia–, al que llevó en carácter de “inorgánico” a las filas de la Metropolitana.
El regreso de Palacios a la función policial, en apariencia una segunda oportunidad brindaba la vida, fue para él una fuente inagotable de jaquecas, empezando por el rechazo masivo que causó su designación.
A eso se le añadió el escándalo por las escuchas telefónicas realizadas desde la Metropolitana a familiares de víctimas del atentado a la AMIA, {junto} a políticos, empresarios y hasta parientes incómodos de Macri. El ejecutor de la maniobra no fue otro que James. Palacios se apartó por ello de la Metropolitana en agosto de 2009.
El 17 de noviembre fue detenido en el situación de esa causa. James corrió idéntica suerte. Ambos fueron excarcelados 13 meses posteriormente.
La última vez que se lo vio fue a comienzos de 2019 en los tribunales de Comodoro Py, al presenciar la recitación de su absolución en la ya añieja causa por el encubrimiento del atentado a la AMIA. Aquella vez, Menem y Beraja incluso fueron absueltos. En cambio, Galeano recibió una condena de seis años.; Anzorregui, de cuatro; Telleldín de tres y los fiscales, de dos.
Es un secreto a voces que el salvataje al célebre policía tuvo que ver con el cariño que le profesaba el entonces presidente Macri.
Pero la alegría no le fue duradera: tres semanas posteriormente, por pecado de un corazón desbocado comenzó a tomar sus primeras lecciones de arpa.