Texto de Rodolfo Perri
Exigido a un delirante cambio de esquemas, pretendidas exposición infalibles en el plano de la educación popular, sin posibilidad alguna de olerse siquiera los restos venerables de tantas clases calladas, de las que aún me sacuden máximas, ironías y claras razones de mis viejos maestros, recurro, como muchos, a la búsqueda de un arquetipo, hado en ayuda de mi simple proceso ordinario. La pesca a la caña me brindó, entre otros, el placer de percatar(se) y conservar cuidadosamente uno: el inglés Izaak Walton.
De su tranquilo anonimato que fue, por fortuna, vencido al calor de sus diálogos y relatos, saqué, ya en los principios de mis lecturas, una costumbre, o quizás un rito, que fue hacer de la pesca, la búsqueda constante de rincones, de un rincón en el cual hubiese una posibilidad de intercambio entre el espíritu y el medio que me rodeara. Que entreambos pudiésemos, mentalmente, permutar roles. Así llegué a tener mi rincón privilegiado. Es más, pacientes charlas con mis cofrades me fueron advirtiendo que no soy el único en esos hallazgos y, por consecuencia, siquiera el exclusivo afortunado de esa bienaventuranza.
Intento describir un simple recodo de un regato de la Segunda Sección del Delta, cuyo nombre es aún indefinido, ya que lo denominan Aguaje de la Laguna Laura o del Marqués, Capitancito o Duraznillo. Más de medio siglo ha transcurrido desde el día en que lo surqué por primera vez a remo y pala. De esa cita auténtico quedó, nítida en mi memoria, una enorme garzón mora, que abría sus alas, volaba y se posaba, incansable, siempre a la clarividencia de nuestra proa. Lugar casi secreto por entonces, abundaba en hazañas cañísticas de cualquier tipo. Es el día de hoy que ostenta el mayor peso en dorados para la región, capturados a trampa, es afirmar, con una piola empatillada y atada a una rama flexible pero resistente.
Con los años. renové mi flotilla y llegué a visitarlo casi todas las semanas. Muchas veces solo, amarraba el impulso en mi rincón, aquella “Primera Horqueta”. Allí estaban las mojarras y sus verdugos los dorados, tarariras, manduvas y algún surubí. En cambio, las bogas grandes, en pleno Enero, preferían las vetas de agua fresca de sus pozones hondos.
Pero el rincón fue y será una de las páginas de mi diario íntimo. En esas soledades me animé a los más riesgosos autoanálisis. Cada ser elige su propio cuota, aunque hubo un tiempo, que se me antoja brevísimo, en que lo compartí con mi hermano; posteriormente, llegó mi hijo, pero es difícil conjugar en un instante dos generaciones tan alejadas. A pesar de ello igualmente fueron momentos felices, y, entre todos, elijo el que descripción ahora.
Era Febrero y las asueto. Mamá, papá y los niños. La pupila alcanzaba campánulas azules de las madreselvas; el padre atisbaba la posibilidad de un coletazo delator; y el escuincle se había sumergido en una guantazo de la cual solo la mama podía rescatarlo. Por fin, en la orilla vecina y en el agua quieta, un tajo de oro, fugaz, y una castro, indicaron la presencia tan deseada y buscada. Pronto, la caña de flote impulsó el boyón con la mojarra viva. Todo sucedió como en “cámara rápida”. El aparejo salió disparado en dirección a los juncos y, al primer impresión de caña, viró vertiginoso alrededor de el agua profunda. Al mismo tiempo, “el Benjamín” de la comunidad que anunciaba a los gritos:
-¡Lo tengo, papá! ¡Lo clavé! ¡Es un dorado!
El hombre logró sosegar al chiquillo, exaltado en su seña de pescador novato, y continuó atendiendo el alucinación de su propia baliza, que iba, volvía y desaparecía. La tripulación entera se unió a la lucha acezante. Era una hermosa cuchitril y a punto estuvo, de liberarse, varias veces. Por fin, con el remo acalambrado, el hombre embolsó al pez en la red de mano, y en silencio, con una íntima satisfacción, lo subió al impulso, para quitarle el arponcillo, paladear ese momento que sabe a renombre, y devolver a su medio al coloso amarillo.
Recién entonces prestó atención al pedido de su hijo, que, apartado, esperaba sumiso, que llegara su momento.
-Papá, ¿puedo ahora pescar mi dorado?
No lo podía creer. Con su cañita de principiante, mi hijo tenía prendido otro ejemplar, desde antaño de mi pique; y amedrentado por la injusta postergación de su padre había aguardado, con la caña quieta, el explicación de mi lucha con el otro pez.
Preciso, se repite al escribir estas líneas, el error evidente, y la desazón que me invadió y que escasamente me hizo colaborar, con todo el cariño posible, sí, en la tarea del pequeño que, por fin, y por gracejo de los dioses del rincón escogido, llegó a muy eficaz término. Entonces posé mi mano sobre su cabecita de oro y escasamente pude afirmar:
-¡Es más prócer que el mío! ¡Te felicito!
Todos los personajes fueron cambiando; pero la horqueta continúa igual; y la estampa se repite minuciosamente. Con la condición de que para ello, debo durar al lugar, en absoluta soledad, y quedarme con la caña en la mano, a la paciencia de alguna garzón mora y otra pesca inexplicable.
por Juan Ferrari
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Fuente de la noticia: Perfil.com