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Cabalgata: contra viento y nieve, el desafío de cruzar la Cordillera de los Andes

31 de Enero de 202100:00Alejandro RapettiPARA LA NACION

La Cordillera de los Andes a caballo hacia el Paso del Portillo, en Mendoza, es un trago áspero hasta para los gauchos más rudos. Se sabe cómo empieza una cabalgata, pero nunca cómo termina, y las tormentas más temibles se conjuran en apenas unos minutos. La primera noche en el refugio Mula Muerta uno de los baquianos que guiaban la travesía contó la historia de Pinaquita. El viento soplaba helado sobre el Valle de Uco, la carne se asaba en la parrilla y el vino circulaba desde hacía rato en una caramañola.

“Pedro Ortubia era un chico débil, comía poco y siempre andaba mal vestido. Una vuelta nos agarró un temporal casi llegando al Portillo y empezó a congelarse. Tenía calambres en las piernas y estaba tan dolorido que se entregó. Se quería quedar solo en medio de la cordillera”.

“Esto no es broma -agregó-. Los cerros son muy poderosos, y hay que sufrir mucho para conocerlos… Tuvimos que darle con el fuste para que se levantara.”

Tarde para lamentos. Un brindis con ananá fizz cerró la velada y nos fuimos a acostar en las bolsas de dormir dispuestas sobre los cueros de las monturas. Así empezó el viaje, una travesía de varios días a caballo por la Cordillera de los Andes hasta el límite con Chile. Los baquianos durmieron vestidos, y fueron los primeros en levantarse por la mañana.

Después de ensillar, la hilera de más de veinte mulas y caballos se encaminó en fila tras la huella del guía. Entre valles surcados por ríos gélidos y cerros que cambian de color según la hora del día, el objetivo inicial fue cruzar el Portillo argentino lo antes posible. Es el paso más alto de la travesía, a 4600 metros de altura, el mismo que recorrió San Martín cuando regresaba de la Campaña del Alto Perú.

Los primeros pasos de la cabalgata transcurrieron con cautela, mientras se tanteaba el terreno con el gorro hasta los ojos y una montaña de ropa encima. Las paradas eran casi inexistentes, el tiempo justo para animarse con un sorbo de pisco para estimular el espíritu y seguir adelante.

Las paradas eran casi inexistentes, el tiempo justo para animarse con un sorbo de pisco para estimular el espíritu y seguir adelante

Después de cabalgar tres horas ininterrumpidas, emprendimos el último tramo de ascenso. Las mulas y los caballos se detenían al filo de los cerros para recuperar el aire y volver a empezar, haciéndose camino entre las piedras. El viento rugía soberano, y el polvo cegaba la vista.

Con los ojos achinados y el mentón apretado sobre el pecho, al Portillo argentino se lo reverencia mejor en las alturas, y una Virgen apostada sobre el cruce es testigo de tanta devoción. En medio de la tormenta, dos de los baquianos se apearon para ofrendarle un pañuelo de cuello y un paquete de velas. En el estrecho corredor de la cuchilla, el punto más desolado del cruce donde la ventolera hace rechinar los dientes, la Virgen persiste ataviada de pañuelos, los mismos que los gauchos se quitan.

Al ascenso le siguió un descenso abrupto por un camino escarchado y serpenteante entre nieves eternas y penitentes. La mejor parte del espectáculo transcurría en minutos decisivos para la travesía, poco a poco el viento empezó a calmarse y así llegamos al refugio Real de la Cruz, donde aguardaba un guiso humeante y una fogata. En su interior, la luz de las velas iluminaba una mesa de campaña donde los baquianos cortaban carne y verdura para la cena.

Amaneció nevando y después de desayunar se reinició la cabalgata. Luego de cruzar el río Tunuyán con el agua hasta la panza de los caballos y varias horas de marcha, logramos llegar hasta el Portillo chileno (Piuquenes). Un temporal avanzaba imponente sobre el cerro Palomar y enseguida emprendimos el regreso al refugio.

Cuando los gauchos salieron temprano a reunir los caballos y las mulas que pastaban en la montaña descubrieron que los animales ya no estaban

Al día siguiente, cuando los gauchos salieron temprano a reunir los caballos y las mulas que pastaban en la montaña descubrieron que los animales ya no estaban; habían escapado por la noche, y seguramente ya estarían a varias horas de distancia. Recogimos las cosas y montamos en los pocos caballos que quedaban. El grupo se separó en dos. Los baquianos se quedaron ajustando las albardas de las mulas, y el resto, emprendimos la retirada. Esta vez, el Portillo argentino estaba más calmo, y hubo tiempo para apearse y tomar fotografías. Al otro lado, la niebla, otro de los misterios de la montaña, avanzaba sin dar tregua, y en minutos apenas se veía a cinco metros de distancia. Empezaban las últimas cuatro horas de cabalgata, la luz se consumía y había que estar alerta para no salirse de la huella.

Viento, nevisca. El final de la travesía transcurrió en silencio. Después de pasar por Mula Muerta, las últimas dos horas coincidieron con el ocaso del día, cuando las flores silvestres brillaban con más intensidad.

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Fuente de la noticia (La Nacion)

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