Una excursión llena de nostalgia por los pueblos de León
El siguiente relato fue enviado a LA NACION por Nieves E. Morán. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
Un tren Alvia nos llevó a buena velocidad desde San Sebastián hasta la estación de León, cuidada y silenciosa a esa hora después del mediodía. Al final del andén nos esperaban tres encantadoras mujeres que en ese preciso momento dejaron de ser amigas virtuales.
Al día siguiente fuimos a los pueblos, a las aldeas que habían albergado los pasos de esa parte de mi familia. Primero fue Portilla de Luna, donde nacieron mi padre y los suyos. Pequeño, íntimo, es casi la puerta de entrada a la montaña leonesa. Alzando la vista se ve la peña Portilla que domina el pueblo, ese día enmarcada por un cielo absolutamente azul. Recorrer las calles, subir hasta la puerta de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, caminar sin prisa y preguntarme qué habrá sido de la casa donde mi padre nació cuando el siglo XX comenzó su andadura; solo queda una pequeña extensión que los vecinos llaman "el prado Morán". Ver perales, cerezos y nogales en la calle cargados de frutos, probar las cerezas de monte, todo eso enciende el alma de agradecimiento hacia las personas que nos acompañaron en la aventura de viajar al pasado.
En la aldea silenciosa solo se oía el rumor de una fuente, el caño donde todas las mujeres desde siempre han ido a recoger el agua que llevaban a sus casas en pesados botijos. Uno de nuestros amigos me instó a cerrar los ojos e imaginar a mi abuela al pie de la fuente, y aunque no conocí su rostro, allí estaba ella. Fue la última imagen que guardo del pueblo abrazado por montañas, punto de partida de la ruta de senderismo de los Cuatro Valles.
A pocos kilómetros, en Los Barrios de Luna, esperaba El Ventorrillo, un bar y restaurante ubicado en la carretera nueva. La cocina rural leonesa reina en los fogones, y a la sombra de los árboles se tendieron las mesas que pronto se llenaron con cecina (carne de vacuno curada), pan recién horneado para untarlo con morcilla, bocatas con chorizo y queso de cabra, tortilla guisada, caldereta de cordero y fresco vino tempranillo.
Después de la sobremesa subimos al mirador del pantano. Julio Llamazares, en su novela Distintas formas de mirar el agua, relata la vida de un pueblo y su gente después de haber sido inundado para dar paso a una presa como esta y no pude separar esa lectura de la vista del pantano, obra de alta ingeniería que regula las aguas del río Luna y genera energía eléctrica para la comarca. El paisaje es impresionante.
Valdesamario es otro pequeño y acogedor pueblo, prolijo y lleno de flores en las puertas y ventanas, donde nació mi abuelo materno. Los vecinos se mostraron generosos a la hora de responder a nuestras preguntas, pero ya no quedaba allí ningún vestigio de la familia de Herminio Diez, que abandonó su aldea natal para viajar a la Argentina y no regresar jamás; fue a a principios del siglo XX, cuando los jóvenes debían obligatoriamente sumarse al ejército. Ya nadie recuerda esas historias, y la gente vive apaciblemente en lo que ahora se denomina la España vaciada. La historia es cíclica.
Mi abuela materna, Joaquina, nombraba a las cigüeñas, las aves zancudas de blanco y negro plumaje y pico poderoso, como un modo de no olvidar a su pueblo, que dejó cuando era demasiado joven para nostalgias. En la región leonesa española se concentra la gran mayoría de los ejemplares de cigüeñas que habitan en la península y Joaquina nació en un lugar donde año tras año, cuando acaba el invierno, regresan a ocupar sus antiguos nidos. Esto es en Cimanes del Tejar. Allí llegamos al final de la tarde, y lo primero que vimos al ingresar desde la carretera fueron las cigüeñas en sus nidos en la espadaña de la iglesia de San Andrés. No bien nos vieron comenzó el alboroto, listas para defender su territorio haciendo castañetear sus picos y abriendo las alas ante nosotros, los intrusos que solo queríamos fotografiarlas.
Esta ciudad de 700 habitantes tiene en su entorno importantes plantaciones de lúpulo que hacen a su vida productiva, aunque los cimanenses tienen otros bienes inmateriales: una bonita playa sobre el río Órbigo con modernas instalaciones; la fiesta callejera del antruejo, en carnaval, donde se baila al ritmo de la pandereta, el tamboril y la dulzaina, y la gente a la que llaman "reposteros", que borda maravillas con una antigua técnica. Todo esto fue relatado por personas del lugar que, como siempre sucede cuando se llega de lejos queriendo saber sobre el terruño -o la tierrina como le suelen decir-, conversan con ganas sobre las bondades de su pueblo.
Al dejar atrás Cimanes del Tejar vino a mi memoria, plena de evocaciones y ternuras, una tonada infantil que mi abuela Joaquina cantaba cuando yo era niña: "Doña cigüeña/pico colorado/una patita se ha quebrado/por eso camina con mucho cuidado/con un pie en el suelo/y el otro levantado".
Siendo ya noche cerrada volvimos al hotel en el centro de León, mientras hacíamos planes para el día siguiente, sin saber -cómo saberlo- que ese día nos traería la noticia de la muerte repentina de la madre de una de nuestras amigas leonesas, con quien habíamos compartido animada charla en su casa antes de partir para los pueblos.
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Fuente de la noticia (La Nacion)